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1Q84, novela de Haruki Murakami
#1


Luego de haber recibido por tres vías distintas la recomendación de leer esta novela, por fin la he terminado.

Va sobre un mundo paralelo a 1984 (aunque se menciona, no tiene nada que ver con la obra de Orwell) con dos lunas. Los personajes principales son un profesor de matemáticas y escritor, y una instructora de gimnasio y asesina. La obra se desarrolla en torno a las sectas religiosas, el maltrato y abuso a las mujeres.

La novela tiene toques de fantasía y está llena de sonidos, sabores, detalles... y contenido sexual explícito.

La protagonista principal, llamada Aomame, tuvo un pasado siendo devota criada dentro de la "Asociación de los Testigos". Claramente alude a nuestra amada secta y a ninguna otra.

Tomé algunas porciones para compartirlas con ustedes. Espero la puedan leer y les guste. No dejen de comentar como les pareció.


Los padres de aquella niña eran devotos de una comunidad religiosa conocida como «Asociación de los Testigos». Era una secta del cristianismo que hablaba sobre el fin del mundo, predicaba fervorosamente el Evangelio y obedecía al pie de la letra lo que decía la Biblia. Por ejemplo, no admitían las transfusiones de sangre; por tanto, si uno de los devotos sufría una herida grave en un accidente de tráfico, sus posibilidades de sobrevivir se reducían de forma drástica. Tampoco podían realizárseles grandes operaciones quirúrgicas. A cambio, cuando llegara el fin del mundo, sobrevivirían como el pueblo elegido por Dios y vivirían durante mil años en un mundo de beatitud.

Aquella niña, igual que la de hace un rato, tenía unos ojos grandes y hermosos. Eran impresionantes. También tenía las facciones bonitas. Pero su rostro siempre estaba cubierto con una especie de película opaca, para eliminar cualquier atisbo de emoción. No hablaba con nadie, a no ser que fuera estrictamente necesario. Tampoco dejaba que los sentimientos aflorasen a su rostro. Sus finos labios siempre permanecían cerrados.

Lo primero que le interesó a Tengo de ella era que los fines de semana acompañaba a su madre en la predicación del Evangelio. En las familias de la Asociación de los Testigos, tan pronto como un niño podía andar se le pedía que acompañara a sus padres en la evangelización. Desde los tres años de edad había caminado con su madre de casa en casa, distribuyendo un folleto llamado Ante el diluvio y explicando la doctrina de la Asociación de los Testigos. A Dios le llamaban «Señor». Naturalmente, en la mayoría de las casas las echaban. Les daban con la puerta en las narices. Su doctrina era demasiado intolerante y, por otro lado, se alejaba de la realidad —por lo menos, de la realidad que concebía la mayoría de la sociedad. No obstante, muy de vez en cuando había alguien que las escuchaba. En el mundo hay gente que busca a alguien con quien hablar, sea de lo que sea. Y, entre aquellas personas, aunque fuera en muy contadas ocasiones, también había quien pasaba a formar parte de la congregación. Ellas iban de casa en casa, tocando al timbre, en busca de esa posibilidad de cada mil. Les habían encomendado la misión sagrada de esforzarse sin cesar para conseguir el despertar del mundo, aunque fuera débilmente. Y cuanto más dura fuera su misión, cuanto más alto estuviera el umbral, mayor sería la dicha que obtendrían.

La niña daba vueltas con su madre, predicando. La madre llevaba en una mano una bolsa de tela llena de ejemplares de Ante el diluvio, y en la otra solía llevar un parasol. A unos cuantos pasos la seguía la hija. Ella siempre tenía los labios sellados, totalmente inexpresiva. Tengo se la había cruzado varias veces cuando había acompañado a su padre en las rutas de cobro de la tarifa de recepción de la NHK. Él la observaba y ella también lo observaba a él. Cada vez tenía la impresión de que algo brillaba furtivamente en su mirada. Pero nunca hablaron, claro. Ni siquiera se saludaban. El padre de Tengo estaba ocupado intentando mejorar el rendimiento de sus cobros, y la madre de ella estaba ocupada hablando sobre el fin del mundo que había de sobrevenir. Los dos chavales sólo se cruzaban de forma apresurada por las calles los domingos, arrastrados por sus padres, e intercambiaban miradas durante un instante.

Todos los alumnos de la clase sabían que ella era devota de la Asociación de los Testigos. Debido a «motivos de fe» no participaba en las celebraciones navideñas, ni en las excursiones o viajes de estudios a templos sintoístas o budistas. Tampoco participaba en las competiciones deportivas ni cantaba el himno de la escuela, ni el himno nacional. Ese comportamiento, incomprensible y poco común, la aislaba cada vez más del resto de la clase. Al mediodía, antes del almuerzo en el colegio, tenía que rezar, sin falta, una oración especial. Debía hacerlo en voz alta, para que todos la oyeran bien. Por supuesto, al resto de los niños aquella oración les parecía espeluznante. Ella seguramente no quería hacerlo delante de todos, pero le habían inculcado que tenía que rezar la oración antes de comer y, aunque los demás devotos no la vieran, no podía descuidar su obligación, porque el «Señor» prestaba atención a todo desde los cielos.

«Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén».

La memoria es algo extraño. Se acordaba perfectamente, a pesar de haber ocurrido veinte años atrás. Venga a nosotros tu reino. Cada vez que escuchaba esa oración, el Tengo estudiante de primaria se preguntaba: «¿Qué clase de reino será ése?». ¿Tendría NHK? Seguro que no. Y si no había NHK, lógicamente tampoco había cobro. Por lo tanto, sería mejor que ese reino llegara cuanto antes.

Tengo nunca se había dirigido a ella, ya que, aunque iban a la misma clase, no había tenido ninguna ocasión de hablarle directamente. Ella siempre estaba sola, apartada de los demás, y no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. No era el ambiente más propicio para acercarse a ella y dirigirle la palabra. Pero, en su corazón, Tengo la compadecía. Además, tenían en común que los días de fiesta debían ir con sus padres de puerta en puerta, llamando a los timbres. Pese a las diferencias entre la actividad evangelizadora y el negocio de cobrar, Tengo sabía cuánto podía herir a un niño que lo obligaran a realizar ese papel. Los domingos, los niños debían jugar cuanto quisieran con sus compañeros, y no amenazar a la gente para cobrar dinero o andar anunciando un final terrible para el mundo. Eso podían hacerlo los adultos —si lo consideraban necesario.

Solamente en una ocasión, debido a ciertas circunstancias, Tengo le echó una mano a la niña. Fue en el otoño de cuarto curso. Durante un experimento en la clase de ciencias, la compañera de mesa le lanzó palabras muy duras, porque se había confundido en los pasos de la prueba. Tengo no se acordaba exactamente de cuál fue el error. En ese momento, un niño se burló de ella porque predicaba el Evangelio para la Asociación de los Testigos. Porque iba de casa en casa repartiendo estúpidos panfletos. Entonces el niño la llamo «Señor». Aquello era algo inusual, puesto que normalmente, en vez de meterse con ella o burlarse, lo que hacían era tratarla como si no existiera o ignorarla por completo. Pero en actividades en grupo, como los experimentos de ciencias, no podían excluirla. Las palabras que le lanzaron en aquella ocasión eran igual que dardos cargados de veneno. Tengo, que estaba en el grupo de la mesa de al lado, fue incapaz de hacer oídos sordos. No sabía por qué, pero no podía quedarse así, sin hacer nada.

Fue hasta allí y le dijo que se pasara a su grupo. Lo hizo de manera casi impulsiva, sin reflexionar, sin titubear. Entonces le explicó amablemente el truco del experimento. Ella escuchó con atención lo que Tengo le decía, lo asimiló y no volvió a cometer el mismo error. Aquélla fue la primera (y la última) vez, después de dos años en la misma clase, que habló con ella. Tengo sacaba buenas notas y era grande y fuerte. Todos le respetaban. Por eso nadie se burló de que la hubiera protegido —al menos delante de él. Pero como había ayudado a «Señor», su valoración entre la clase pareció descender, calladamente, un punto en la escala. Debían de creer que, al haberse mezclado con aquella muchacha, le había contagiado un poco de su tiña.

Pero a Tengo le daba igual, porque sabía que ella era una niña normal y corriente. Si sus padres no hubieran pertenecido a la Asociación de los Testigos, habría crecido como cualquier otra niña normal y todos la habrían aceptado. Seguro que tendría buenos amigos. Pero por el simple hecho de que sus padres fueran miembros de esa comunidad, en la escuela la trataban como si fuera invisible. Nadie le dirigía la palabra. Ni siquiera la miraban. A Tengo le parecía sumamente injusto.

Después de aquello, Tengo y la niña no volvieron a hablarse. No les fue necesario hacerlo, ni tuvieron la ocasión. Sin embargo, cuando por un azar sus miradas se cruzaban, en la cara de la niña afloraba el color de cierto nerviosismo. Tengo se daba cuenta. Quizá le había molestado que se hubiera dirigido a ella durante aquel experimento de ciencias. Tal vez la había irritado y ella hubiera preferido que la dejara en paz. Tengo era incapaz de hacerse una idea al respecto. Todavía era un niño y no sabía leer la sutil actividad de la mente en el semblante de los demás.

Entonces, un buen día, ella lo agarró de la mano. Fue en una tarde despejada de principios de diciembre. Al otro lado de la ventana se veía el cielo claro y una nube blanca y recta. Casualmente, después de la limpieza del aula, al acabar las clases, ella y Tengo se habían quedado solos. No había nadie más. La niña atravesó el aula con paso ligero, como decidida a hacer algo, fue junto a Tengo y se quedó de pie a su lado. Luego le agarró la mano, sin titubear, y levantó la cabeza para mirarlo fijamente a la cara (Tengo era diez centímetros más alto que ella). Él también la miró a ella, sorprendido. Sus miradas se encontraron. Tengo sintió en los ojos de ella una profundidad diáfana que nunca antes había visto. Ella lo tuvo agarrado de la mano, en silencio, durante un buen rato. Con fuerza, sin aflojar ni un solo instante. A continuación, lo soltó de golpe, agitó el bajo de la falda y salió corriendo a toda prisa del aula.

Tengo se quedó allí plantado durante un rato, desconcertado y sin habla. Lo primero que pensó fue que esperaba que nadie los hubiera visto. Si los hubieran visto, ni se imaginaba la que podría montarse. Miró a su alrededor y respiró aliviado. Luego sintió una profunda turbación.

La madre y la hija que habían viajado sentadas frente a él desde la estación de Mitaka hasta la de Ogikubo quizá fueran devotas de la Asociación de los Testigos. A lo mejor iban a predicar el Evangelio, como cada domingo. La bolsa de tela hinchada parecía estar llena de panfletos de Ante el diluvio. El parasol que llevaba la madre y la luz que chispeaba en los ojos de la niña le recordaban a la niña taciturna de su clase.

No, puede que no fueran fieles de la Asociación de los Testigos, sino, simplemente, una madre y una hija normales y corrientes, de camino a alguna clase. En la bolsa de tela llevarían partituras de piano, un set de caligrafía o algo por el estilo. «Soy yo, que ando demasiado sensible», pensó Tengo. Luego cerró los ojos y tomó aliento, poco a poco. Los domingos el tiempo transcurría de una manera extraña y todo a su alrededor se deformaba de una manera extraña.

***

Una de las primeras cosas que les metían en la cabeza a los niños de la Asociación de los Testigos era la idea del rechazo a las transfusiones de sangre. Les enseñaban que se era mucho más dichoso al morirse e ir al Cielo conservando el cuerpo y el alma puros, que permitiendo realizar una transfusión de sangre, en contra de los preceptos del Señor, e ir al Infierno. No había lugar para transigencias. Los caminos a seguir eran descender al Infierno o ascender al Cielo. Los niños aún carecen de capacidad de raciocinio. No tienen ni idea de si esa forma de pensar está generalizada o si es correcta desde un punto de vista científico. No les queda más remedio que creerse lo que aprenden de sus padres. «Si yo, cuando era una niña, me hubiera visto en la situación de necesitar una transfusión de sangre, si mis padres me lo hubieran ordenado, me habría negado a recibirla y habría elegido morirme. Así me llevarían al Cielo o a cualquier otro lugar irracional».

***

Parece que la organización prevé expandirse a escala nacional y quizá por ello haya decidido dar un cambio de rumbo hacia el negocio inmobiliario.

—¿Por qué habría de extenderse al centro de la ciudad una entidad religiosa cuyo último objetivo es vivir en plena naturaleza y realizar inocentes y estrictos ejercicios de ascesis?

***

«A los diez años, tras anunciarle que renunciaba a mi fe, mi madre no me volvió a dirigir la palabra. Si necesitaba algo, escribía una nota y me la daba. Pero nunca me volvió a hablar. Yo ya no era su hija. No era más que “alguien que había renunciado a su fe”. Luego, me fui de casa».

***

«¿Dónde estará ella ahora y qué hará? ¿Seguirá siendo devota de la Asociación de los Testigos?

»Ojalá no»
, pensó Tengo. Desde luego, era libre de creer o no. No era algo en lo que Tengo pudiera inmiscuirse. Sin embargo, por lo que recordaba, de niña ella no parecía disfrutar en absoluto del hecho de ser devota de la Asociación de los Testigos.

En su época de estudiante, Tengo había trabajado a tiempo parcial en el almacén de una licorería. No le pagaban mal, pero era un trabajo duro, en el que tenía que transportar cargas pesadas. Incluso a Tengo, de constitución robusta, le dolían todos los músculos tras una jornada laboral. Casualmente, allí trabajaban dos chicos que habían sido criados para constituir la «segunda generación de la Asociación de los Testigos». Eran unos tipos educados y simpáticos. Tenían la misma edad que Tengo y se tomaban el trabajo en serio. Bregaban sin aflojar el ritmo ni quejarse. Una vez, después del trabajo, los tres fueron a un bar a tomarse unas cañas. Ellos eran amigos de la infancia, pero hacía unos años, por ciertas circunstancias, habían renunciado a su fe. Entonces se fueron juntos de la comunidad y se adentraron en el mundo real. Sin embargo, por lo que Tengo pudo comprobar, parecía que todavía no se habían adaptado al nuevo mundo. Por el hecho de haber sido criados en una comunidad cerrada desde pequeños, les costaba entender y aceptar las normas de un mundo más abierto. Muchas veces carecían de la suficiente confianza en sí mismos para tomar una decisión y se sentían perdidos. Al mismo tiempo que saboreaban la sensación de libertad por haber renunciado a su fe, acarreaban con la duda de si no habrían tomado una decisión errada.

Tengo no podía evitar sentir empatía hacia ellos. Si hubieran abandonado ese mundo siendo aún niños, antes de que sus egos estuvieran claramente formados, habrían tenido la oportunidad de adaptarse a la sociedad; pero al haber dejado pasar esa oportunidad, no les quedaba otro remedio que vivir dentro de la Asociación de Testigos, siguiendo su sistema de valores, o bien esforzarse para cambiar por sí mismos su estilo de vida y su mentalidad a toda costa. Cuando Tengo charlaba con ellos, se acordaba de la niña. «Ojalá no tenga que pasar por lo mismo», pensaba.

***

Tras haberle cogido la mano, Tengo se dio cuenta de que dentro de aquella niña delgaducha latía una fuerza inquebrantable y fuera de lo común. No se trataba sólo de que tuviera mucha fuerza en las manos. Era como si su espíritu estuviera dotado de un poder aún mayor. Normalmente, ella ocultaba esa energía para que no la vieran los demás alumnos. Durante las clases, cuando el profesor la llamaba, sólo decía lo justo (a veces, incluso en esas ocasiones se quedaba callada), pero sus notas en los exámenes, que se hacían públicas, no eran nada malas. Tengo sospechaba que, si se lo propusiera, podría sacar mejores notas. Pero quizá contestaba a las preguntas sin esforzarse aposta, para no llamar la atención de los demás. Tal vez fuera un recurso al que recurrían los niños en una posición como la suya para sobrevivir y reducir al mínimo las heridas que pudieran infligirles. Encoger el cuerpo todo lo posible. Volverse transparente.

Tengo pensaba en lo estupendo que sería que pudiera ser una niña normal y corriente y hablar sin tapujos. De ese modo, quizá podrían hacerse buenos amigos. Que una chica y un chico de diez años se hagan buenos amigos nunca es fácil. De hecho, probablemente sea una de las tareas más difíciles del mundo. Pero por lo menos podrían encontrar de vez en cuando alguna ocasión para mantener una charla amistosa. Sin embargo, la ocasión nunca llegó. Ella no era una chica en una situación normal, estaba aislada en medio de la clase, nadie le hacía caso y seguía guardando un silencio obstinado.

***

—He oído que durante tu infancia fuiste devota de la Asociación de los Testigos.

—No me hice devota por voluntad propia. Simplemente me criaron así. Hay una diferencia considerable.

—Es cierto que no es lo mismo —dijo el hombre—. Pero las personas somos incapaces de distanciarnos de las imágenes que nos han inculcado durante la infancia.

—Para bien o para mal —añadió Aomame.

—La doctrina de la Asociación de los Testigos no tiene nada que ver con la de la comunidad a la que yo pertenezco. A mi parecer, las religiones que giran en torno a la escatología son todas un timo, en mayor o menor grado. Yo creo que al final es, en cualquier caso, algo que depende de cada individuo. Así y todo, la Asociación de los Testigos es una comunidad religiosa asombrosamente fuerte. A pesar de no tener una historia demasiado larga, ha soportado numerosas pruebas. Y el número de devotos no ha dejado de crecer de forma constante. Hay mucho que aprender de ello.

—Recuerdo que era bastante estrecha de miras. Siendo una comunidad pequeña y cerrada, se vuelve más sólida contra el influjo exterior.

—Posiblemente tengas razón —dijo el hombre. Luego hizo una breve pausa—. Pero bueno, no estamos aquí para charlar sobre religión.

***

A continuación, Tengo intentó averiguar el número de la sede de la Asociación de los Testigos. Sin embargo, por mucho que indagó, los datos de la asociación no estaban publicados en el listín telefónico. No venían ni por Asociación de los Testigos, ni por Antes del diluvio, ni ningún nombre parecido. Tampoco encontró nada en el apartado «comunidades religiosas» de la guía telefónica de profesiones. Tras buscar desesperado durante un buen rato, llegó a la conclusión de que quizá no querían que nadie contactara con ellos.

Bien pensado, resultaba extraño. Ellos acudían a la gente cuando les daba la gana. Ya estuvieras preparando un suflé, estuvieras soldando, lavándote el pelo, amaestrando un ratón o pensando en las funciones de segundo grado, a ellos les daba igual; tocaban al timbre o llamaban a la puerta y, con cara risueña, te decían: «¿Por qué no leemos juntos la Biblia?». Ellos podían visitarte tranquilamente, pero tú (mientras no quisieras hacerte devoto) no podías acudir a ellos cuando querías. Ni siquiera podías hacerles una sencilla pregunta. Aquello era el colmo del incordio.

No obstante, aun averiguando su número y poniéndose en contacto con ellos, visto lo reservados que eran, dudaba mucho que fueran a ser tan amables de proporcionarle información sobre una devota en particular. Desde su punto de vista, seguro que tendrían algún motivo para mantenerse a la defensiva. La mayoría de la gente los odiaba y no los soportaba por su doctrina radical y excéntrica, y por la obstinación de su fe. También habían causado algunos problemas sociales y, como consecuencia, casi habían sido perseguidos. Proteger a su comunidad de ese mundo externo inhóspito probablemente se había convertido en uno de sus hábitos.


En todo caso, el camino de la búsqueda de Aomame se bloqueaba en aquel punto. Así de pronto, a Tengo no se le ocurría ninguna otra manera de averiguar su paradero. Aomame era un apellido bastante singular. Una vez oído, no se olvidaba. Pero al seguir los pasos de alguien con ese apellido, uno topaba, en menos de lo que canta un gallo, con un sólido muro.

Quizá fuera más sencillo preguntarle directamente a un devoto de la Asociación de los Testigos. Preguntando en la sede seguro que sospecharían y no le darían información, pero tenía la sensación de que si le preguntaba en persona a un devoto, éste le ayudaría. Sin embargo, Tengo no conocía a ningún fiel de la Asociación de los Testigos. Y, bien pensado, en los últimos diez años no había recibido la visita de ninguno de ellos. ¿Por qué no venían cuando uno quería y sí lo hacían cuando uno no quería que viniesen?

***

A ella nunca le habían comprado nada en los puestos ambulantes de las ferias. Ni siquiera la habían llevado nunca a una feria por la noche. Sus padres, fervientes devotos de la Asociación de los Testigos, siempre leales a los preceptos de la Biblia, despreciaban y evadían toda festividad mundana.

***

—Supongo que ya habrán investigado todo lo relacionado con los familiares de Aomame, ¿no? Todos ellos son miembros devotos de la Asociación de los Testigos. Sus padres aún participan activamente en las tareas de proselitismo. Tiene un hermano de treinta y cuatro años que trabaja en la sede de Odawara; está casado con una creyente fervorosa y tienen dos hijos. Aomame es la única de la familia que se ha distanciado de la Asociación. Para utilizar la expresión que ellos emplean, «ha apostatado» y, por consiguiente, rompió con su familia. Al parecer, no ha habido contacto alguno entre la familia y Aomame desde hace unos veinte años. Dudo mucho que le estén dando cobijo. Durante un tiempo se hospedó en casa de su tío, pero al empezar el instituto se independizó. ¡Asombroso! Es una mujer fuerte, no hay duda.

El rapado no dijo nada. Ya debía de estar al corriente de todo eso.

—No creo que la Asociación de los Testigos esté implicada en este asunto. Son conocidos por su incondicional pacifismo y por su defensa del principio de no resistencia. En tanto que comunidad religiosa, es imposible que haya atentado contra la vida del líder. Supongo que estarán de acuerdo.

—La Asociación de los Testigos no tiene nada que ver con este asunto —confirmó Onda—. Eso está claro. Hablé con su hermano, por si acaso. Sólo por si acaso. Pero no sabía nada.

***

Buscaba datos relacionados con dos ámbitos: por una parte, información sobre los padres de Aomame, que en la actualidad seguían siendo adeptos de la Asociación de los Testigos. Sabía que la sede principal de la comunidad centralizaba la documentación sobre todos los miembros, muy numerosos, con que contaba en Japón; el trasiego entre la sede central y las locales era constante. Poseían un espléndido edificio erigido en un amplio terreno, con su propia imprenta para editar panfletos, salas de reuniones y alojamiento para los devotos que acudían de todos los rincones del país. Sin duda, toda la información se custodiaba allí.

***

Le llevó tiempo poner en orden los documentos relacionados con la Asociación de los Testigos, que, además de tener un volumen considerable, no servían de mucho. Eran, en su mayoría, informes sobre la contribución de la familia de Aomame a la comunidad. Leyéndolos, saltaba a la vista que eran devotos fervientes y abnegados. Habían consagrado casi toda su vida a la evangelización y el proselitismo. En la actualidad los padres de Aomame residían en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. En treinta y cinco años se habían mudado dos veces de piso, siempre en la ciudad de Ichikawa. El padre, Takayuki Aomame (de cincuenta y ocho años), trabajaba en una empresa de ingeniería; la madre, Keiko Aomame (de cincuenta y seis años), estaba desempleada. Su hermano mayor, Keiichi Aomame (de treinta y cuatro años), tras graduarse en el instituto prefectural de Ichikawa había trabajado en una pequeña imprenta de Tokio, pero tres años después dejó ese puesto para prestar servicio en la sede de la comunidad en Odawara. Allí se había encargado de la impresión de panfletos y en la actualidad ocupaba un cargo en la dirección. Cinco años atrás se había casado con otra adepta, habían tenido dos hijos y vivían en un piso de alquiler en Odawara.

Las referencias de Masami Aomame, la hija mayor, terminaban a los once años, edad a la que apostató. Y, por lo visto, a la Asociación de los Testigos no le interesaba quien renegaba de su fe. Para ellos era como si Aomame se hubiera muerto a los once años. No dedicaban ni una sola línea a describir qué había sido de su vida; ni siquiera se comentaba si estaba viva o no.

«Así pues, no hay más remedio que visitar a sus padres o a su hermano y hablar con ellos», se dijo Ushikawa. Quizás obtuviera alguna pista. Con todo, por lo que había leído en los documentos, no creía que fueran a responder de buena gana a sus preguntas. La familia de Aomame, además de ser estrecha de miras y vivir en la intolerancia —en opinión de Ushikawa, por supuesto—, era gente plenamente convencida de que cuanto más intolerantes fueran, más cerca del Cielo estarían. Para ellos, quien apostataba, aunque se tratase de un familiar allegado, elegía un camino errado e impuro. Tal vez ni siquiera la considerasen ya de la familia.

¿La habrían maltratado en su infancia?

Puede que sí, puede que no. Incluso en el caso de haber sufrido ella maltrato, seguramente sus padres no lo considerarían como tal. Ushikawa estaba al corriente de que en la Asociación de los Testigos se educaba a los niños con mano de hierro. Eso, en muchos casos, implicaba castigos corporales.

La profunda herida que le habrían dejado las terribles experiencias vividas durante la infancia, ¿podían haberla conducido al asesinato? No era imposible, desde luego, pero a Ushikawa se le antojaba una hipótesis muy aventurada. Urdir semejante asesinato y perpetrarlo a solas era sumamente difícil. Comportaba muchos riesgos y una gran carga emocional. Si la atraparan, le esperaría un castigo terrible. Se necesitaba una motivación mucho más fuerte.

Ushikawa volvió a inclinarse sobre los documentos y releyó con atención el historial de Masami Aomame hasta los diez años. Tan pronto como aprendió a caminar, su madre empezó a llevarla consigo en sus actividades de evangelización. Llamaban a las puertas distribuyendo folletos de la comunidad, anunciando la imparable marcha del mundo hacia su fin e intentando ganar prosélitos. Si uno abrazaba su fe, sobreviviría al fin del mundo. Luego vendría el reino de la dicha. También a Ushikawa habían intentado captarlo. El devoto solía ser una mujer de mediana edad con sombrero y parasol. Muchas veces llevaban gafas y se quedaban mirando al inquilino con ojos de pez inteligente. A menudo iban acompañadas de niños. Ushikawa se imaginó a la pequeña Aomame siguiendo a su madre de casa en casa.

Había ido a un colegio municipal del barrio, sin haber pasado por la guardería. En quinto curso abandonó la Asociación de los Testigos. Los motivos para apostatar eran inciertos. No dejaban constancia de las razones por las que los devotos renegaban de su fe. A quien caía en manos del Diablo lo dejaban a su merced. Ellos ya tenían bastante con hablar sobre el Paraíso y las vías para alcanzarlo. Las buenas personas tenían sus tareas, y el Diablo, las suyas. Era una especie de división del trabajo.

Dentro de la cabeza de Ushikawa, alguien golpeaba en un barato tabique de contrachapado. «¡Señor Ushikawa! ¡Señor Ushikawa!», lo llamaban. Ushikawa cerró los ojos y prestó atención. Lo llamaban en voz baja pero insistente. «Algo se me habrá pasado por alto. Un dato importante registrado en alguno de estos papeles. Pero soy incapaz de descubrirlo. Los golpes son un aviso».

Ushikawa volvió a repasar la abultada pila de documentos. Conforme leía, fue imaginándose vívidamente lo allí descrito. Con tres años, Aomame se iba a evangelizar con su madre. La mayoría de las veces, las echaban con cajas destempladas. Luego fue al colegio. Siguió participando en la difusión de la doctrina, a la que tenía que dedicar los fines de semana enteros. No tendría tiempo para jugar con sus amigas; probablemente, ni siquiera tenía. En el colegio se metían con los niños de la Asociación de los Testigos y los marginaban. Ushikawa, que se había documentado, sabía que era así. Entonces, con once años, renunció a su fe. Para ello le habría sido necesaria bastante determinación. Desde que nació le habían inculcado ese credo. Había crecido con él. Había calado hasta lo más profundo de su ser. Uno no podía deshacerse fácilmente de ello, como quien se cambia de ropa. Además, significaba aislarse dentro de su hogar. Una familia extremadamente religiosa no acepta así como así a una hija que ha abandonado su fe. Renunciar a la fe equivalía a renunciar a la familia.

¿Qué le había ocurrido a Aomame a los once años? ¿Qué la había conducido a tomar tal decisión?

***

—Al parecer, en su familia eran muy devotos de la Asociación de los Testigos —tanteó Ushikawa.

—¿Puede quedar entre nosotros lo que le voy a contar? —dijo la maestra.

—Claro. No diré nada, por supuesto.

Ella asintió con la cabeza.

—En Ichikawa hay una importante sede de la Asociación de los Testigos. Por eso siempre he tenido a algunos de sus niños a mi cargo. Para un profesor, eso acarrea pequeños problemas y siempre debo tener cuidado. Pero es que no había devotos tan fervientes como los padres de Aomame.

—O sea, que eran personas intransigentes.

La maestra se mordió un labio ligeramente, como recordando algo.

—Sí. Eran sumamente estrictos en el cumplimiento de sus principios y a los niños les exigían la misma rigurosidad. Por eso Aomame se encontró aislada en la clase.

—En cierto sentido, Aomame era una niña especial, ¿no?

—Sí, lo era —reconoció—. Ella no tenía la culpa, claro está. Si hubiera que echarle la culpa a algo, sería a la intolerancia que gobierna el corazón de la gente.

La maestra le comentó que el resto de los niños ignoraban a Aomame. Siempre que podían, hacían como si no existiera. Ella era un bicho raro que molestaba a todos con sus extraños principios. Así opinaba toda la clase. Aomame se protegía de eso intentando pasar inadvertida.

—Yo hacía todo lo que podía. Pero una clase entera tiene más poder de lo que uno cree; Aomame acabó convirtiéndose en una especie de fantasma. Ahora esas cosas las pondríamos en manos de un psicólogo especializado, pero por entonces ese recurso no existía. Yo era muy joven y me ocupé sólo del conjunto de la clase. Quizá le suene a excusa, pero…

Ushikawa la comprendía. Ser maestra de primaria era duro. En cierta medida, no había más remedio que ir dejando las cosas de niños en manos de los propios niños.

—La devoción y la intolerancia religiosas siempre han sido como la cara y la cruz de la misma moneda. Y es un problema de difícil solución —dijo Ushikawa.

—Tiene usted razón —convino la profesora—. Pero, en lo que estaba a mi alcance, debí hacer algo. Hablé con Aomame en varias ocasiones, pero fue inútil. Ella apenas abría la boca. Tenía una voluntad de hierro y, una vez decidida, no cambiaba de idea. También era inteligente. Tenía una gran capacidad de comprensión, y entusiasmo por aprender. Pero se contenía para no mostrarlo. El pasar inadvertida, como si no estuviera allí, debía de ser un recurso para protegerse. Si hubiera crecido en una familia y un ambiente normales, habría sido una alumna excelente. Ahora, si miro atrás, pienso que fue una pena.

—¿Habló alguna vez con sus padres?

La maestra asintió.

—Varias veces. Precisamente porque se quejaban a la escuela de una supuesta persecución religiosa. Yo les pedía que colaboraran para que Aomame se integrase un poco más en la clase. Que no la obligaran a seguir sus principios con tanta rigidez. Pero era un esfuerzo vano. Para sus padres, lo primordial era obedecer las normas que dictaba su doctrina. Su felicidad radicaba en ganarse el Cielo; la vida terrenal era sólo algo transitorio. Pero ésa era la lógica del mundo de los adultos. Por desgracia, no comprendieron lo penoso que era para una niña en pleno crecimiento que la ignorasen y le hiciesen el vacío en clase, ni la herida fatal que le dejaría.

Ushikawa le contó que Aomame había sido la deportista estrella de un club de sóftbol en la universidad, y que en la actualidad era una competente instructora en un gimnasio de lujo. En realidad, tenía que haber dicho: «hasta hace poco», pero no consideró necesario ser tan riguroso.

—Me alegro por ella —dijo la maestra. A su rostro empezó a aflorar cierto color—. Ha conseguido crecer con normalidad, se ha independizado y ahora hace su vida. Me tranquiliza oír eso.

***

«¿Qué diría mi madre si le dijera que me he quedado embarazada sin haber tenido relaciones sexuales?». Seguro que lo consideraría una grave blasfemia hacia su credo. Después de todo, lo que le había sucedido era una especie de inmaculada concepción —pese a que, por supuesto, Aomame no era virgen. O quizá no le haría ningún caso. Quizá la ignoraría. «Y es que hace mucho tiempo que para ellos soy un ser malogrado, alguien caído de su elevado mundo.

Ubi dubium ibi libertas (Donde hay dudas hay libertad)
"La verdad nunca teme ser examinada, la mentira sí."
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