27 Aug, 2019, 11:24 AM
El fraude de la «demostración de las profecías» cristianas
Lo mismo que los milagros, tampoco las profecías constituían nada nuevo sino más bien un viejo conocido desde la Antigüedad. Con Augusto había ya tantos libros de profecías, que el emperador hizo quemar dos mil que no estaban debidamente autorizados. Las profecías las transmitieron Buda, Pitágoras, Sócrates, las defendieron los estoicos, los neopitagóricos, los neoplatónicos, y hombres como Plinio el Viejo o Cicerón, que no creían en los milagros. Los paganos las valoraban mucho más que a los milagros[27].
Con los milagros no se podía impresionar al mundo judío ni al grecorromano. Lo milagroso abundaba, era normal, casi cotidiano, la creencia en los milagros casi infinita. También los adversarios de los cristianos creyeron en sus milagros, aunque dando por probado que sucedieron con ayuda de los demonios. Los hechos de Jesús los consideraban los judíos como magia y los atribuían al diablo. Por ese motivo, los cristianos necesitaban un criterio que por así decirlo apoyara sus milagros, los legitimizara, y este criterio fue la demostración de las profecías, el interés principal de sus interpretaciones escritas. Sólo en relación con ellas los milagros adquirían un peso especial. La demostración de las profecías, como demuestran los tratados del Pseudo-Bernabé, Justino, Ireneo, Orígenes y otros, tenía más valor que los milagros, si bien hay también escritores cristianos antiguos tales como Melito de Sardes, Hipólito, Novaciano, Victorino de Pettau y el propio Orígenes, para los que los milagros del Señor son la mejor demostración de su divinidad[28].
Así es como vuelve a considerarse hoy, puesto que desde el desenmascaramiento de la demostración de las profecías se ha preferido insistir sobre los milagros. Aunque el catolicismo sigue viendo en los milagros y la profecía la divinidad de Jesús, en especial el primero es ahora teológicamente signo de la revelación y motivo de su credibilidad. La teología católica hace recaer sobre el milagro «especial peso como criterio objetivo» (Fríes)[29].
Pablo, el autor cristiano más antiguo, utiliza ya la muletilla «según las Escrituras» (1 Cor. 15, 3). Para Pablo, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, la obra completa de la redención, el Evangelio, están documentados en el Antiguo Testamento. También el Evangelio más antiguo, el de Marcos —y todavía más y con mayor frecuencia, el de Mateo—, muestra insistentemente cómo se puede deducir de los libros sagrados de los judíos todos los detalles de la vida de Jesús, cómo todo puede verse predicho. Los cristianos investigaron sistemáticamente estos escritos, han completado todos los huecos en la tradición de la vida de Jesús con ayuda del Antiguo Testamento y mucho de lo que allí había lo han referido a él. Clemente Alejandrino afirma: «Pero nosotros consultamos los libros de los profetas que se encuentran en nuestro poder, que en parte mediante parábolas, en parte con adivinanzas, en parte de modo seguro y expreso citan a Jesucristo, y encontramos su venida y la muerte y la cruz y todos los restantes tormentos que le hicieron los judíos, y la resurrección y descubrimos esto, llegamos a la fe en Dios a través de lo que sobre él se ha escrito […]. Pues hemos descubierto que Dios realmente lo ha dispuesto, y no decimos nada sin escritura»[30].
Pero no sólo en los Evangelios, no sólo en el Nuevo Testamento, sino que más allá amplían los cristianos la demostración de las profecías, como en la carta de Bernabé, que reconoce en los 318 siervos de Abraham la muerte en la cruz de Jesús, hasta Gregorio I Magno, que interpreta los siete hijos de Job como los doce apóstoles. En particular con Justino, el defensor del cristianismo más importante de su tiempo, la demostración a partir de los milagros pasa a un completo segundo término, sobre todo porque las profecías supuestamente cumplidas con Cristo son las que sin duda mejor legitiman las reivindicaciones cristianas al Antiguo Testamento.
Pero cuando no se encontraban sentencias «convincentes» de los profetas, se las falsificaba en las tan apreciadas «revisiones» de los textos judíos. Fue necesario sobre todo en el caso del nacimiento de Jesús a partir de una virgen. Así, en los Hechos de Pedro falsificados aparecen las presuntas palabras de un profeta: «En los últimos tiempos nacerá un niño del Espíritu Santo; su madre no conoció varón, ni hay varón alguno que afirme ser su padre» y «No ha nacido de la matriz de una mujer, sino que ha descendido de un lugar celeste». Harnack llama a estas profecías «burdas falsificaciones cristianas». No se las encuentra en ningún lugar del Antiguo Testamento, ni tampoco en las sentencias que posteriormente se atribuyeron, por ejemplo, a Salomón o a Ezequiel[31].
Los milagros de Jesús tenían por sí solos, como se ha dicho, poco poder demostrativo. Apenas se les discutió, pero se les atribuyó a los poderes mágicos del galileo. Eran cosas harto conocidas en multitud de taumaturgos. Sólo cuando se unen a las profecías, esos milagros de Jesús adquieren importancia. Nada menos que san Ireneo los basó en ellas. La Iglesia antigua gustaba de ver confirmada la autenticidad de los milagros mediante los vaticinios. Así lo habían predicho, por tanto fueron verdad. De este modo, las presuntas profecías se convirtieron en el medio principal del apostolado cristiano y sirvieron, según atestigua Orígenes, «como la demostración más importante» de la verdad de su doctrina. Citaba «miles de pasajes» en los que los profetas hablan de Cristo. Y realmente, en el Nuevo Testamento hay cerca de doscientas cincuenta citas del Antiguo y más de novecientas alusiones indirectas. Pues los evangelistas habían tomado de allí muchos hechos hipotéticos de la vida de Jesús y los habían incorporado conscientemente a su historia; todo el mundo podía leerla con facilidad, percibiéndola como «cumplimiento»[32].
Pero ¿por qué hicieron estos cristianos que Jesús muriera «según la Escritura»? Porque sólo de este modo pueden disimular el fracaso de sus obras, sólo así podían contrarrestar la burla del mundo sobre el Mesías crucificado. Jesús tenía que morir según la «Escritura», estaba previsto. Y el mundo tenía que saberlo, tenía que convencerse. Ergo, se puso en circulación en citas, en alusiones indirectas, todo lo ignominioso, la traición, la huida de los discípulos, el escándalo de la pasión, la muerte en la cruz como cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. La cobarde conducta de los discípulos se prevé en Zacarías 13, 7; el soborno («treinta monedas de plata») para la traición de Judas según Zacarías 11, 12; la restitución de este dinero según Zacarías 11, 13; la compra del campo del alfarero según Jeremías 32, 6; la palabra de Jesús ante el gran consejo acerca de que estará sentado a la diestra del poder y de su aparición sobre las nubes, según Daniel 7, 13, y el salmo 110, 1; sus palabras «Tengo sed» según el salmo 22, 16; su empapamiento con vinagre según el salmo 69, 22; su grito del abandono de Dios según el salmo 22, 2; el eclipse de Sol —al menos en Pascua (Luna llena) astronómicamente imposible— según Amos 8, 9, etc.[33]
Resultó difícil demostrar en particular la «profecía» de la crucifixión en el Antiguo Testamento, aunque allí diga: «Pues quien cuelga en la madera, está maldito por Dios» (5 Mos. 21, 23). Y este «vaticinio» era muy importante. Con ello, los primeros cristianos cayeron en las combinaciones más absurdas, como ya he mostrado en otro lugar. Pero el principal ejemplo para la historia de la pasión evangélica la proporcionó, junto a los testimonios de los salmos 22 y 69, sobre todo el falso capítulo 53 de Isaías[34].
El elemento grotesco de estas «profecías» es que los profetas lo escribieron varios siglos antes, pero no en futuro sino en pasado. Por lo tanto todo esto ya había sucedido, un fenómeno realmente maravilloso. Y las predicciones relativas a la pasión de Cristo las desenmascaró ya Celso como inventadas a posteriori. Marcos, el evangelista más antiguo, cuando varias décadas después de la presunta crucifixión de Jesús escribió su Evangelio, pudo profetizar su muerte con todo género de detalles. En resumen, con el teólogo Hirsch «La fuerza demostrativa de las profecías es ya un asunto zanjado para todos nosotros. Sabemos que es nula»[35].
Naturalmente que, dejando a un lado las excepciones, esto lo sabemos también de los milagros, con lo que nos dedicaremos a los llamados apócrifos.
Karlheinz Deschner
Historia criminal del cristianismo. La Iglesia antigua (I)
Falsificaciones y engaños
Historia criminal del cristianismo - 04
Título original: Kriminalgeschichte des Christentums. Die Alte Kirche (I)
Karlheinz Deschner, 1990
Lo mismo que los milagros, tampoco las profecías constituían nada nuevo sino más bien un viejo conocido desde la Antigüedad. Con Augusto había ya tantos libros de profecías, que el emperador hizo quemar dos mil que no estaban debidamente autorizados. Las profecías las transmitieron Buda, Pitágoras, Sócrates, las defendieron los estoicos, los neopitagóricos, los neoplatónicos, y hombres como Plinio el Viejo o Cicerón, que no creían en los milagros. Los paganos las valoraban mucho más que a los milagros[27].
Con los milagros no se podía impresionar al mundo judío ni al grecorromano. Lo milagroso abundaba, era normal, casi cotidiano, la creencia en los milagros casi infinita. También los adversarios de los cristianos creyeron en sus milagros, aunque dando por probado que sucedieron con ayuda de los demonios. Los hechos de Jesús los consideraban los judíos como magia y los atribuían al diablo. Por ese motivo, los cristianos necesitaban un criterio que por así decirlo apoyara sus milagros, los legitimizara, y este criterio fue la demostración de las profecías, el interés principal de sus interpretaciones escritas. Sólo en relación con ellas los milagros adquirían un peso especial. La demostración de las profecías, como demuestran los tratados del Pseudo-Bernabé, Justino, Ireneo, Orígenes y otros, tenía más valor que los milagros, si bien hay también escritores cristianos antiguos tales como Melito de Sardes, Hipólito, Novaciano, Victorino de Pettau y el propio Orígenes, para los que los milagros del Señor son la mejor demostración de su divinidad[28].
Así es como vuelve a considerarse hoy, puesto que desde el desenmascaramiento de la demostración de las profecías se ha preferido insistir sobre los milagros. Aunque el catolicismo sigue viendo en los milagros y la profecía la divinidad de Jesús, en especial el primero es ahora teológicamente signo de la revelación y motivo de su credibilidad. La teología católica hace recaer sobre el milagro «especial peso como criterio objetivo» (Fríes)[29].
Pablo, el autor cristiano más antiguo, utiliza ya la muletilla «según las Escrituras» (1 Cor. 15, 3). Para Pablo, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, la obra completa de la redención, el Evangelio, están documentados en el Antiguo Testamento. También el Evangelio más antiguo, el de Marcos —y todavía más y con mayor frecuencia, el de Mateo—, muestra insistentemente cómo se puede deducir de los libros sagrados de los judíos todos los detalles de la vida de Jesús, cómo todo puede verse predicho. Los cristianos investigaron sistemáticamente estos escritos, han completado todos los huecos en la tradición de la vida de Jesús con ayuda del Antiguo Testamento y mucho de lo que allí había lo han referido a él. Clemente Alejandrino afirma: «Pero nosotros consultamos los libros de los profetas que se encuentran en nuestro poder, que en parte mediante parábolas, en parte con adivinanzas, en parte de modo seguro y expreso citan a Jesucristo, y encontramos su venida y la muerte y la cruz y todos los restantes tormentos que le hicieron los judíos, y la resurrección y descubrimos esto, llegamos a la fe en Dios a través de lo que sobre él se ha escrito […]. Pues hemos descubierto que Dios realmente lo ha dispuesto, y no decimos nada sin escritura»[30].
Pero no sólo en los Evangelios, no sólo en el Nuevo Testamento, sino que más allá amplían los cristianos la demostración de las profecías, como en la carta de Bernabé, que reconoce en los 318 siervos de Abraham la muerte en la cruz de Jesús, hasta Gregorio I Magno, que interpreta los siete hijos de Job como los doce apóstoles. En particular con Justino, el defensor del cristianismo más importante de su tiempo, la demostración a partir de los milagros pasa a un completo segundo término, sobre todo porque las profecías supuestamente cumplidas con Cristo son las que sin duda mejor legitiman las reivindicaciones cristianas al Antiguo Testamento.
Pero cuando no se encontraban sentencias «convincentes» de los profetas, se las falsificaba en las tan apreciadas «revisiones» de los textos judíos. Fue necesario sobre todo en el caso del nacimiento de Jesús a partir de una virgen. Así, en los Hechos de Pedro falsificados aparecen las presuntas palabras de un profeta: «En los últimos tiempos nacerá un niño del Espíritu Santo; su madre no conoció varón, ni hay varón alguno que afirme ser su padre» y «No ha nacido de la matriz de una mujer, sino que ha descendido de un lugar celeste». Harnack llama a estas profecías «burdas falsificaciones cristianas». No se las encuentra en ningún lugar del Antiguo Testamento, ni tampoco en las sentencias que posteriormente se atribuyeron, por ejemplo, a Salomón o a Ezequiel[31].
Los milagros de Jesús tenían por sí solos, como se ha dicho, poco poder demostrativo. Apenas se les discutió, pero se les atribuyó a los poderes mágicos del galileo. Eran cosas harto conocidas en multitud de taumaturgos. Sólo cuando se unen a las profecías, esos milagros de Jesús adquieren importancia. Nada menos que san Ireneo los basó en ellas. La Iglesia antigua gustaba de ver confirmada la autenticidad de los milagros mediante los vaticinios. Así lo habían predicho, por tanto fueron verdad. De este modo, las presuntas profecías se convirtieron en el medio principal del apostolado cristiano y sirvieron, según atestigua Orígenes, «como la demostración más importante» de la verdad de su doctrina. Citaba «miles de pasajes» en los que los profetas hablan de Cristo. Y realmente, en el Nuevo Testamento hay cerca de doscientas cincuenta citas del Antiguo y más de novecientas alusiones indirectas. Pues los evangelistas habían tomado de allí muchos hechos hipotéticos de la vida de Jesús y los habían incorporado conscientemente a su historia; todo el mundo podía leerla con facilidad, percibiéndola como «cumplimiento»[32].
Pero ¿por qué hicieron estos cristianos que Jesús muriera «según la Escritura»? Porque sólo de este modo pueden disimular el fracaso de sus obras, sólo así podían contrarrestar la burla del mundo sobre el Mesías crucificado. Jesús tenía que morir según la «Escritura», estaba previsto. Y el mundo tenía que saberlo, tenía que convencerse. Ergo, se puso en circulación en citas, en alusiones indirectas, todo lo ignominioso, la traición, la huida de los discípulos, el escándalo de la pasión, la muerte en la cruz como cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. La cobarde conducta de los discípulos se prevé en Zacarías 13, 7; el soborno («treinta monedas de plata») para la traición de Judas según Zacarías 11, 12; la restitución de este dinero según Zacarías 11, 13; la compra del campo del alfarero según Jeremías 32, 6; la palabra de Jesús ante el gran consejo acerca de que estará sentado a la diestra del poder y de su aparición sobre las nubes, según Daniel 7, 13, y el salmo 110, 1; sus palabras «Tengo sed» según el salmo 22, 16; su empapamiento con vinagre según el salmo 69, 22; su grito del abandono de Dios según el salmo 22, 2; el eclipse de Sol —al menos en Pascua (Luna llena) astronómicamente imposible— según Amos 8, 9, etc.[33]
Resultó difícil demostrar en particular la «profecía» de la crucifixión en el Antiguo Testamento, aunque allí diga: «Pues quien cuelga en la madera, está maldito por Dios» (5 Mos. 21, 23). Y este «vaticinio» era muy importante. Con ello, los primeros cristianos cayeron en las combinaciones más absurdas, como ya he mostrado en otro lugar. Pero el principal ejemplo para la historia de la pasión evangélica la proporcionó, junto a los testimonios de los salmos 22 y 69, sobre todo el falso capítulo 53 de Isaías[34].
El elemento grotesco de estas «profecías» es que los profetas lo escribieron varios siglos antes, pero no en futuro sino en pasado. Por lo tanto todo esto ya había sucedido, un fenómeno realmente maravilloso. Y las predicciones relativas a la pasión de Cristo las desenmascaró ya Celso como inventadas a posteriori. Marcos, el evangelista más antiguo, cuando varias décadas después de la presunta crucifixión de Jesús escribió su Evangelio, pudo profetizar su muerte con todo género de detalles. En resumen, con el teólogo Hirsch «La fuerza demostrativa de las profecías es ya un asunto zanjado para todos nosotros. Sabemos que es nula»[35].
Naturalmente que, dejando a un lado las excepciones, esto lo sabemos también de los milagros, con lo que nos dedicaremos a los llamados apócrifos.
Karlheinz Deschner
Historia criminal del cristianismo. La Iglesia antigua (I)
Falsificaciones y engaños
Historia criminal del cristianismo - 04
Título original: Kriminalgeschichte des Christentums. Die Alte Kirche (I)
Karlheinz Deschner, 1990