15 Nov, 2020, 08:12 PM
La moral laica está soportada en la razón, la lógica y la biología. La mayoría de veces se resume en no hacer daño a otro, procurando el beneficio cuando es posible. Hay casos polémicos como el aborto, la eutanasia, la legalización de las drogas o la prostitución, que son muy interesantes.
Un extracto de "21 lecciones para el siglo XXI" de Yuval Noah Harari:
La gente suele defender que tenemos que creer en un dios que proporcionó algunas leyes muy concretas a los humanos; de lo contrario, la moral desaparecería y la sociedad se sumiría en un caos primigenio.
Es verdad que la creencia en dioses fue vital para varios órdenes sociales y que a veces tuvo consecuencias positivas. De hecho, las mismas religiones que inspiran odio y fanatismo en algunas personas inspiran amor y compasión en otras. Por ejemplo, a principios de la década de 1960, el reverendo metodista Ted McIlvenna fue consciente de la difícil situación en que se encontraba el colectivo LGBT de su comunidad. Empezó a analizar la situación de gais y lesbianas en la sociedad en general, y en mayo de 1964 convocó una reunión de tres días para fomentar el diálogo entre clérigos y activistas gais y lesbianas en el White Memorial Retreat Center en California. Luego los participantes establecieron el Consejo sobre Religión y el Homosexual, que además de a los activistas incluía a ministros metodistas, episcopalianos, luteranos y de la Iglesia Unida de Cristo. Esta fue la primera organización norteamericana que se atrevió a usar la palabra «homosexual» en su nombre oficial.
En los años siguientes, las actividades del CRH abarcaron desde organizar fiestas de disfraces hasta emprender acciones legales contra la discriminación y persecución injustas. El CRH se convirtió en la semilla del movimiento de los derechos de los gais en California. El reverendo McIlvenna y los otros hombres de Dios que se le unieron eran muy conscientes de los mandatos bíblicos contra la homosexualidad, pero pensaron que era más importante ser fieles al espíritu compasivo de Cristo que a la palabra estricta de la Biblia.[1]
Sin embargo, aunque los dioses pueden inspirarnos para que seamos compasivos, la fe religiosa no es una condición necesaria para el comportamiento moral. La idea de que necesitamos un ser sobrenatural que nos haga actuar moralmente implica que hay algo no natural en lo moral. Pero ¿por qué? La moral de algún tipo es natural. Todos los mamíferos sociales, desde los chimpancés hasta las ratas, poseen códigos éticos que ponen límites a cosas como el robo y el homicidio. Entre los humanos, la moral está presente en todas las sociedades, aunque no todas crean en el mismo dios, o no crean en ningún dios. Los cristianos actúan con caridad incluso sin creer en el panteón hindú, los musulmanes valoran la honestidad a pesar de rechazar la divinidad de Cristo, y los países seculares, como Dinamarca y la República Checa, no son más violentos que los países devotos, como Irán y Pakistán.
La moral no significa «seguir los mandatos divinos». Significa «reducir el sufrimiento». De ahí que para actuar moralmente no haga falta creer en ningún mito o relato. Solo necesitamos comprender de manera profunda el sufrimiento. Si comprendemos en verdad cómo un acto causa un sufrimiento innecesario, a nosotros mismos o a otros, nos abstendremos naturalmente de ella. No obstante, la gente asesina, viola y roba porque solo entiende de manera superficial la desgracia que ello causa. Se obsesiona en satisfacer su lujuria o su avaricia inmediatas, sin preocuparse por el impacto que causa en los demás, o incluso por el impacto a largo plazo sobre ellos mismos. Aun los inquisidores que deliberadamente infligen a su víctima tanto dolor como sea posible, suelen emplear varias técnicas insensibilizadoras y deshumanizadoras para distanciarse de lo que están haciendo.[2]
El lector podría objetar que todo humano busca de manera natural evitar sentirse desgraciado, pero ¿por qué habría de preocuparse un humano por las desgracias de los demás, a menos que algún dios lo exigiera? Una respuesta evidente es que los humanos son animales sociales, de modo que su felicidad depende en una medida muy grande de sus relaciones con los demás. Sin amor, amistad y comunidad, ¿quién puede ser feliz? Una vida egocéntrica y solitaria casi siempre es garantía de infelicidad. De modo que, como mínimo, para ser felices necesitamos preocuparnos de nuestra familia, nuestros amigos y los miembros de nuestra comunidad.
¿Y qué pasa, entonces, con quienes nos son totalmente extraños? ¿Por qué no matar a los extraños y arrebatarles sus posesiones para enriquecerme yo y enriquecer a mi tribu? Muchos pensadores han construido complicadas teorías sociales que explican que, a la larga, este comportamiento es contraproducente. No querríamos vivir en una sociedad donde a los extraños se les roba y asesina de forma rutinaria. No solo nos hallaríamos en peligro constante, sino que además no nos beneficiaríamos de cosas como el comercio, que depende de la confianza entre extraños. Los mercaderes no suelen visitar los antros de ladrones. Esta es la manera como los teóricos seculares, desde la antigua China hasta la moderna Europa, han justificado la regla de oro de «no hagas a los demás lo que no querrías que ellos te hicieran».
Pero en verdad no hacen falta teorías tan complejas y a largo plazo de este tipo para encontrar una base natural de la compasión universal. Olvidemos el comercio por un momento. En un plano mucho más inmediato, hacer daño a los demás siempre me hace daño también a mí. Cada acto violento en el mundo empieza con un deseo violento en la mente de alguien, que perturba la paz y la felicidad de dicha persona antes de perturbar la paz y la felicidad de alguna otra. Así, la gente rara vez roba a menos que primero desarrolle en su mente mucha avaricia y envidia. La gente no suele matar a menos que primero genere ira y odio. Las emociones como la avaricia, la envidia, la ira y el odio son muy desagradables. No podemos experimentar alegría y armonía si estamos llenos de odio o envidia. De modo que mucho antes de que matemos a alguien, nuestra ira ya ha matado nuestra paz de espíritu.
De hecho, podríamos sentir ira durante años sin llegar a matar realmente al objeto de nuestra ira. En cuyo caso no hemos dañado a nadie, pero sí nos hemos hecho daño a nosotros mismos. Por tanto, es nuestro propio interés natural (y no el mandamiento de un dios) lo que debería inducirnos a actuar respecto a nuestra ira. Si estuviéramos completamente libres de ira nos sentiríamos muchísimo mejor que si matáramos a un enemigo odioso.
En el caso de algunas personas, la firme creencia en un dios compasivo que nos ordena poner la otra mejilla puede ayudar a refrenar la ira. Esta ha sido una contribución enorme de la fe religiosa a la paz y la armonía del mundo. Por desgracia, en otras personas la fe religiosa aviva y justifica en realidad su ira, en especial si alguien se atreve a insultar a su dios o a no hacer caso de sus deseos. De modo que el valor del dios legislador depende en último término del comportamiento de sus devotos. Si actúan bien, pueden creer lo que quieran. De manera similar, el valor de los ritos religiosos y los lugares sagrados depende del tipo de sentimientos y comportamientos que inspiran. Si visitar un templo hace que la gente experimente paz y armonía, es maravilloso. Pero si un templo en concreto provoca violencia y conflictos, ¿para qué lo necesitamos? Es a todas luces un templo disfuncional. De la misma manera que no tiene sentido luchar por un árbol enfermo que produce espinas en lugar de frutos, también carece de sentido luchar por un templo defectuoso que genera enemistad en lugar de armonía.
No visitar ningún templo ni creer en ningún dios es también una opción viable. Como se ha demostrado en los últimos siglos, no hace falta invocar el nombre de Dios para llevar una vida moral. El laicismo puede proporcionarnos todos los valores que necesitamos.
Un extracto de "21 lecciones para el siglo XXI" de Yuval Noah Harari:
La gente suele defender que tenemos que creer en un dios que proporcionó algunas leyes muy concretas a los humanos; de lo contrario, la moral desaparecería y la sociedad se sumiría en un caos primigenio.
Es verdad que la creencia en dioses fue vital para varios órdenes sociales y que a veces tuvo consecuencias positivas. De hecho, las mismas religiones que inspiran odio y fanatismo en algunas personas inspiran amor y compasión en otras. Por ejemplo, a principios de la década de 1960, el reverendo metodista Ted McIlvenna fue consciente de la difícil situación en que se encontraba el colectivo LGBT de su comunidad. Empezó a analizar la situación de gais y lesbianas en la sociedad en general, y en mayo de 1964 convocó una reunión de tres días para fomentar el diálogo entre clérigos y activistas gais y lesbianas en el White Memorial Retreat Center en California. Luego los participantes establecieron el Consejo sobre Religión y el Homosexual, que además de a los activistas incluía a ministros metodistas, episcopalianos, luteranos y de la Iglesia Unida de Cristo. Esta fue la primera organización norteamericana que se atrevió a usar la palabra «homosexual» en su nombre oficial.
En los años siguientes, las actividades del CRH abarcaron desde organizar fiestas de disfraces hasta emprender acciones legales contra la discriminación y persecución injustas. El CRH se convirtió en la semilla del movimiento de los derechos de los gais en California. El reverendo McIlvenna y los otros hombres de Dios que se le unieron eran muy conscientes de los mandatos bíblicos contra la homosexualidad, pero pensaron que era más importante ser fieles al espíritu compasivo de Cristo que a la palabra estricta de la Biblia.[1]
Sin embargo, aunque los dioses pueden inspirarnos para que seamos compasivos, la fe religiosa no es una condición necesaria para el comportamiento moral. La idea de que necesitamos un ser sobrenatural que nos haga actuar moralmente implica que hay algo no natural en lo moral. Pero ¿por qué? La moral de algún tipo es natural. Todos los mamíferos sociales, desde los chimpancés hasta las ratas, poseen códigos éticos que ponen límites a cosas como el robo y el homicidio. Entre los humanos, la moral está presente en todas las sociedades, aunque no todas crean en el mismo dios, o no crean en ningún dios. Los cristianos actúan con caridad incluso sin creer en el panteón hindú, los musulmanes valoran la honestidad a pesar de rechazar la divinidad de Cristo, y los países seculares, como Dinamarca y la República Checa, no son más violentos que los países devotos, como Irán y Pakistán.
La moral no significa «seguir los mandatos divinos». Significa «reducir el sufrimiento». De ahí que para actuar moralmente no haga falta creer en ningún mito o relato. Solo necesitamos comprender de manera profunda el sufrimiento. Si comprendemos en verdad cómo un acto causa un sufrimiento innecesario, a nosotros mismos o a otros, nos abstendremos naturalmente de ella. No obstante, la gente asesina, viola y roba porque solo entiende de manera superficial la desgracia que ello causa. Se obsesiona en satisfacer su lujuria o su avaricia inmediatas, sin preocuparse por el impacto que causa en los demás, o incluso por el impacto a largo plazo sobre ellos mismos. Aun los inquisidores que deliberadamente infligen a su víctima tanto dolor como sea posible, suelen emplear varias técnicas insensibilizadoras y deshumanizadoras para distanciarse de lo que están haciendo.[2]
El lector podría objetar que todo humano busca de manera natural evitar sentirse desgraciado, pero ¿por qué habría de preocuparse un humano por las desgracias de los demás, a menos que algún dios lo exigiera? Una respuesta evidente es que los humanos son animales sociales, de modo que su felicidad depende en una medida muy grande de sus relaciones con los demás. Sin amor, amistad y comunidad, ¿quién puede ser feliz? Una vida egocéntrica y solitaria casi siempre es garantía de infelicidad. De modo que, como mínimo, para ser felices necesitamos preocuparnos de nuestra familia, nuestros amigos y los miembros de nuestra comunidad.
¿Y qué pasa, entonces, con quienes nos son totalmente extraños? ¿Por qué no matar a los extraños y arrebatarles sus posesiones para enriquecerme yo y enriquecer a mi tribu? Muchos pensadores han construido complicadas teorías sociales que explican que, a la larga, este comportamiento es contraproducente. No querríamos vivir en una sociedad donde a los extraños se les roba y asesina de forma rutinaria. No solo nos hallaríamos en peligro constante, sino que además no nos beneficiaríamos de cosas como el comercio, que depende de la confianza entre extraños. Los mercaderes no suelen visitar los antros de ladrones. Esta es la manera como los teóricos seculares, desde la antigua China hasta la moderna Europa, han justificado la regla de oro de «no hagas a los demás lo que no querrías que ellos te hicieran».
Pero en verdad no hacen falta teorías tan complejas y a largo plazo de este tipo para encontrar una base natural de la compasión universal. Olvidemos el comercio por un momento. En un plano mucho más inmediato, hacer daño a los demás siempre me hace daño también a mí. Cada acto violento en el mundo empieza con un deseo violento en la mente de alguien, que perturba la paz y la felicidad de dicha persona antes de perturbar la paz y la felicidad de alguna otra. Así, la gente rara vez roba a menos que primero desarrolle en su mente mucha avaricia y envidia. La gente no suele matar a menos que primero genere ira y odio. Las emociones como la avaricia, la envidia, la ira y el odio son muy desagradables. No podemos experimentar alegría y armonía si estamos llenos de odio o envidia. De modo que mucho antes de que matemos a alguien, nuestra ira ya ha matado nuestra paz de espíritu.
De hecho, podríamos sentir ira durante años sin llegar a matar realmente al objeto de nuestra ira. En cuyo caso no hemos dañado a nadie, pero sí nos hemos hecho daño a nosotros mismos. Por tanto, es nuestro propio interés natural (y no el mandamiento de un dios) lo que debería inducirnos a actuar respecto a nuestra ira. Si estuviéramos completamente libres de ira nos sentiríamos muchísimo mejor que si matáramos a un enemigo odioso.
En el caso de algunas personas, la firme creencia en un dios compasivo que nos ordena poner la otra mejilla puede ayudar a refrenar la ira. Esta ha sido una contribución enorme de la fe religiosa a la paz y la armonía del mundo. Por desgracia, en otras personas la fe religiosa aviva y justifica en realidad su ira, en especial si alguien se atreve a insultar a su dios o a no hacer caso de sus deseos. De modo que el valor del dios legislador depende en último término del comportamiento de sus devotos. Si actúan bien, pueden creer lo que quieran. De manera similar, el valor de los ritos religiosos y los lugares sagrados depende del tipo de sentimientos y comportamientos que inspiran. Si visitar un templo hace que la gente experimente paz y armonía, es maravilloso. Pero si un templo en concreto provoca violencia y conflictos, ¿para qué lo necesitamos? Es a todas luces un templo disfuncional. De la misma manera que no tiene sentido luchar por un árbol enfermo que produce espinas en lugar de frutos, también carece de sentido luchar por un templo defectuoso que genera enemistad en lugar de armonía.
No visitar ningún templo ni creer en ningún dios es también una opción viable. Como se ha demostrado en los últimos siglos, no hace falta invocar el nombre de Dios para llevar una vida moral. El laicismo puede proporcionarnos todos los valores que necesitamos.
Ubi dubium ibi libertas (Donde hay dudas hay libertad)
"La verdad nunca teme ser examinada, la mentira sí."