El cerebro de Brocca no es mi libro favorito de Sagan, de hecho creo que es de los que menos me ha gustado. Es una recopilación de artículos y conferencias agrupados por temas similares, de modo que se puede leer cualquier capítulo de manera independiente. Los capítulos más interesantes son justamente los que están en la sección a la que pertenece este que citas.
Me gustaría que lo leyésemos completo, en su contexto. Muchas veces se cita a científicos prominentes fuera de contexto para dar a entender que su pensamiento está de acuerdo con el de los creyentes, cuando no es el caso.
Sagan conocía a los Testigos, y en este capítulo hace una clara referencia a ellos. Resaltaré algunas porciones sobresalientes.
CAPÍTULO 23
EL SERMÓN DOMINICAL
En la cuna de toda ciencia yacen teólogos extinguidos, como las serpientes estranguladas junto a la cuna de Hércules.
T. H. HUXLEY (1860)
Hemos visto el círculo superior de la espiral de poderes. Hemos llamado Dios a ese círculo. Le hubiésemos podido dar cualquier otro nombre: Abismo, Misterio, Oscuridad absoluta, Luz absoluta, Materia, Espíritu, Esperanza última, Silencio.
NIKOS KAZANTZAKIS (1948)
EN ESTOS DÍAS suelo dar conferencias científicas ante audiencias populares. En algunas ocasiones me preguntan sobre la exploración planetaria y la naturaleza de los planetas; en otras, sobre el origen de la vida y la inteligencia en la Tierra; en otras todavía, sobre la búsqueda de vida en cualquier lugar; y otras veces, sobre la gran perspectiva cosmológica. Como esas conferencias ya las conozco por ser yo quien las doy, lo que más me interesa en ellas son las preguntas. Las más habituales son relativas a objetos volantes no identificados y a los astronautas en el principio de la historia, preguntas que en mi opinión son interrogantes religiosos disfrazados. Son igualmente habituales, especialmente después de una conferencia en la que hablo de la evolución de la vida o de la inteligencia, las preguntas del tipo: «¿Cree usted en Dios?». Como la palabra Dios significa cosas distintas para distintas personas, normalmente pregunto qué entiende mi interlocutor por «Dios». Sorprendentemente, la respuesta es a veces enigmática o inesperada: «¡Oh! Ya sabe Vd., Dios. Todo el mundo sabe quién es Dios», o bien, «Pues una fuerza superior a nosotros y que existe en todos los p untos del universo». Hay muchas fuerzas de ese tipo, contesto. Una de ellas se llama gravedad, pero no es frecuente identificarla con Dios. Y no todo el mundo sabe a lo que se hace referencia al decir Dios. El concepto cubre una amplia gama de ideas. Alguna gente piensa en Dios imaginándose un hombre anciano, de grandes dimensiones, con una larga barba blanca, sentado en un trono en algún lugar ahí arriba en el cielo, llevando afanosamente la cuenta de la muerte de cada gorrión. Otros —por ejemplo, Baruch Spinoza y Albert Einstein— consideraban que Dios es básicamente la suma total de las leyes físicas que describen al universo. No sé de ningún indicio de peso en favor de algún patriarca capaz de controlar el destino humano desde algún lugar privilegiado oculto en el cielo, pero sería estúpido negar la existencia de las leyes físicas. Creer o no creer en Dios depende en mucho de lo que se entienda por Dios.
A lo largo de la historia, ha habido posiblemente miles de religiones distintas. Hay también una piadosa creencia bien intencionada, según la cual todas son fundamentalmente idénticas. Desde el punto de vista de una resonancia psicológica subyacente, puede haber efectivamente importantes semejanzas en los núcleos de muchas religiones, pero en cuanto a los detalles de la liturgia y de la doctrina, y en las apologías consideradas autenticantes, la diversidad de las religiones organizadas resulta sorprendente. Las religiones humanas son mutuamente excluyentes en cuestiones tan fundamentales como: un dios o muchos, el origen del mal, la reencarnación, la idolatría, la magia y la brujería; el papel de la mujer, las proscripciones dietéticas, los ritos mortuorios, la liturgia del sacrificio, el acceso directo o indirecto a los dioses, la esclavitud, la intolerancia con otras religiones y la comunidad de seres a los que se debe una consideración ética especial. Si despreciamos esas diferencias, no prestamos ningún servicio a la religión en general, ni a ninguna doctrina en particular. Creo que deberíamos comprender los puntos de vista de los que hacen las distintas religiones e intentar comprender que las necesidades humanas quedan colmadas con esas diferencias.
Bertrand Russell fue arrestado en una ocasión por protestar pacíficamente en ocasión del ingreso de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial. El funcionario de la prisión preguntó a Russell cuál era su religión, lo que era una pregunta rutinaria por aquel entonces en todos los ingresos. Russell respondió «Agnóstico» y tuvo que deletrearle la palabra. El funcionario sonrió afablemente, movió la cabeza y dijo: «Hay muchas religiones distintas, pero supongo que todos adoramos al mismo Dios». Russell comentó que esa observación le mantuvo alegre durante semanas. Y no debía haber muchas cosas que lo alegraran en la cárcel, aunque consiguió escribir toda la Introducción a la filosofía matemática y empezó a leer para su trabajo El análisis de la mente, todo ello dentro de sus limitaciones.
Muchas de las personas que me preguntan por mis creencias lo que en realidad quieren es confirmar si su sistema de creencias particular es coherente con el conocimiento científico moderno. La religión ha salido dañada de su confrontación con la ciencia, y mucha gente —pero no todo el mundo— se muestra reacia a aceptar un cuerpo de creencias teológicas que entre en conflicto frontal con lo que conocemos. Cuando el Apollo 8 cumplía la primera navegación tripulada alrededor de la Luna, en un gesto más o menos espontáneo los astronautas a bordo leyeron el primer versículo del Génesis en un intento, a mi criterio, de tranquilizar a los contribuyentes norteamericanos en cuanto a que no existía incoherencia entre las consideraciones religiosas tradicionales y un vuelo tripulado a la Luna. Los musulmanes ortodoxos, por su parte, se sintieron ultrajados por los astronautas del Apollo 11, ya que para el Islam la Luna posee un significado especial y sagrado. Después del primer vuelo orbital de Yuri Gagarin, y en un contexto religioso muy distinto, Nikita Kruschev, presidente del Consejo de Ministros de la URSS, afirmó que Gagarin no había encontrado ni dioses ni ángeles allá arriba; es decir, Kruschev tranquilizó a su «feligresía» en el sentido de que el vuelo orbital tripulado no entraba en contradicción con sus creencias.
En los 50 una revista técnica soviética llamada Vo-prosy Filosofii (Problemas de Filosofía) publicó un artículo que sostenía —muy poco convincentemente, a mi criterio— que el materialismo dialéctico exigía la existencia de vida en todos los planetas. Algo más tarde, apareció una triste refutación oficial en la que se marcaban las distancias entre el materialismo dialéctico y la exobiología. Una predicción clara en un área que está siendo estudiada a fondo permite que las doctrinas sean objeto de refutaciones. La situación en la que menos desea encontrarse una religión burocrática es la de la vulnerabilidad ante la refutación, es decir, que pueda llevarse a cabo una experiencia en la que la religión pueda tambalearse. Así, el hecho de que no se haya encontrado vida en la Luna no ha modificado en nada las bases del materialismo dialéctico. Las doctrinas que no hacen predicciones son menos consistentes que las que hacen predicciones correctas; éstas a su vez tienen más éxito que las doctrinas que hacen predicciones falsas.
Pero no siempre. Una prominente religión norteamericana predicaba resueltamente que el mundo finalizaría en 1914. Ahora bien, 1914 ha llegado y se ha ido y, aun a pesar de que los acontecimientos de ese año fueron verdaderamente importantes, el mundo no parece haberse acabado. Son tres las respuestas que pueden ofrecer los seguidores de una religión organizada ante un fracaso profético tan notorio como ése. Podrían haber dicho: «¿Dijimos 1914? Lo sentimos, queríamos decir 2014. Un pequeño error de cálculo; esperamos que no les haya causado ningún perjuicio». Pero no lo hicieron. Podrían haber dicho: «El mundo se habría acabado en 1914, pero rogamos tan intensamente e intercedimos tanto ante el Señor, que eso evitó el fin de la Tierra». Pero tampoco lo hicieron. En lugar de ello, hicieron algo más ingenioso. Anunciaron que el mundo se había acabado realmente en 1914 y que si los demás no nos habíamos dado cuenta, ese era nuestro problema. Ante tamañas evasivas resulta sorprendente que esa religión tenga todavía adeptos, pero las religiones son duras de roer. O bien no hacen ninguna propuesta que pueda refutarse, o bien revisan rápidamente la doctrina después de una refutación. El hecho de que las religiones sean tan descaradamente deshonestas, tan despreciativas de la inteligencia de sus adeptos y de que a pesar de ello todavía florezcan no dice nada bueno en favor del vigor mental de sus creyentes. Pero también pone de manifiesto, como si ello necesitase una demostración, que cerca del núcleo de la experiencia religiosa existe algo que se resiste a la racionalidad.
Andrew Dickson White fue la fuerza intelectual motora, el fundador y el primer presidente de la Universidad Cornell. Fue también uno de los autores de un libro extraordinario titulado The Warfare of Science with Theology in Christendom, que levantó un gran escándalo en la época de su publicación, hasta el punto de que el coautor solicitó que su nombre fuese omitido. White era un hombre de sólido sentimiento religioso.[19] Pero escribió sobre la larga y penosa historia de las erróneas posiciones que las religiones habían sostenido acerca de la naturaleza del mundo, y de cómo fueron perseguidos aquellos que investigaron y descubrieron que era distinta a los postulados doctrinales, y cómo sus ideas fueron suprimidas. El viejo Galileo fue amenazado por la jerarquía católica con ser torturado por el hecho de proclamar que la Tierra se movía. Spinoza fue excomulgado por la jerarquía judía. En realidad, difícilmente se encontrará alguna religión organizada, con un amplio cuerpo de doctrina, que no se haya erigido en perseguidora, en algún momento, del delito de investigar abiertamente. La misma devoción de Cornell por la investigación libre y no sectaria fue considerada tan objetable en el último cuarto del siglo XIX que los sacerdotes recomendaban a los graduados de la escuela secundaria que era preferible no recibir educación universitaria antes que matricularse en una institución tan impía. De hecho la capilla Sage fue construida para apaciguar a los píos, aunque es una satisfacción decir que, de vez en cuando, se han realizado serios esfuerzos en favor de un ecumenismo abierto.
Muchas de las controversias descritas por White son discusiones sobre los orígenes. Se solía pensar que hasta el más trivial acontecimiento del mundo —la eclosión de una flor, por ejemplo— se debía a una microintervención directa de la Deidad. La flor era incapaz de abrirse por sí sola; Dios tenía que decir: «¡Eh, flor, ábrete!». Al aplicar esta idea a los asuntos del hombre, las consecuencias sociales han sido a menudo muy variables. Por un lado, pareciera indicar que no somos responsables de nuestras acciones. Si la representación teatral que es el mundo está producida y dirigida por un Dios omnipotente y omnisciente, ¿no puede deducirse acaso que cualquier mal que se produzca es una acción de Dios? Me consta que esta idea resulta embarazosa para Occidente; los intentos por evitarla pretenden que lo que parece ser obra del demonio en realidad forma parte del Plan Divino, demasiado complejo para que podamos comprenderlo en toda su extensión; o que Dios prefirió ocultar su propia visión de la causalidad cuando se dispuso a hacer el mundo. No hay nada totalmente imposible en esos intentos filosóficos de rescate, pero parecen tener un fuerte carácter de apuntalamiento de una estructura ontológica tambaleante.[20] Además, la idea de una microintervención en los asuntos del mundo ha sido utilizada para prestar apoyo al statu quo social, político y económico. Por ejemplo, estaba la idea del «Derecho Divino de los Reyes», que fue teorizada por filósofos como Thomas Hobbes. Si alguien tenía pensamientos revolucionarios con respecto a Jorge III, por poner un ejemplo, entonces era condenado por los delitos religiosos de blasfemia e impiedad, así como por otros delitos políticos más vulgares, como la traición.
Hay muchos debates científicos legítimos relacionados con orígenes y finales. ¿Cuál es el origen de la especie humana? ¿De dónde vienen las plantas y los animales? ¿Cómo surgió la vida? ¿Y la Tierra y los planetas, el Sol y las estrellas? ¿Tiene origen el Universo y, en ese caso, cuál? Y también una pregunta más fundamental y poco frecuente, de la que muchos científicos opinan que carece de sentido por no poderse comprobar: ¿Por qué las leyes de la Naturaleza son como son? La idea de que es necesario un Dios (o varios) para producir esos orígenes ha sido atacada en repetidas ocasiones en los últimos mil años. Gracias a nuestros conocimientos acerca del fototropismo y de las hormonas vegetales, podemos explicar hoy la eclosión la flor sin recurrir a una microintervención divina. Lo mismo pasa con la causalidad en el origen de las cosas. A medida que vamos comprendiendo mejor el universo, van quedando menos cosas para Dios. La visión que tenía Aristóteles de Dios era la de un ser capaz de producir el primer movimiento sin moverse, un roi faineant, un rey perezoso que crea primero el universo y se sienta luego para observar cómo van tejiéndose las intrincadas y entremezcladas cadenas de la causalidad a lo largo de los tiempos. Pero esa idea parece abstracta y alejada de la experiencia cotidiana. Es un tanto perturbadora y aviva la vanidad humana.
Los seres humanos parecen tener una aversión natural hacia la progresión infinita de las causas, y ese desagrado es precisamente el fundamento de las demostraciones más famosas y más efectivas de la existencia de Dios, formuladas por Aristóteles y Tomas de Aquino. Pero esos pensadores vivieron mucho antes de que las series infinitas se convirtiesen en un lugar común de las matemáticas. Si en la Grecia del siglo V a. J.C. se hubiese inventado el cálculo diferencial e integral o la aritmética transfinita, y no hubiesen sido desestimados posteriormente, la historia de la religión en Occidente hubiese podido ser muy distinta, o por lo menos no hubiera existido la pretensión de que la doctrina teológica puede demostrarse mediante argumentos racionales a quienes rechazan la revelación divina, como intentó Tomas de Aquino en su Summa Contra Gentiles.
Cuando Newton explicó el movimiento de los planetas recurriendo a la teoría de la gravitación universal, dejó de necesitarse que los ángeles empujasen los planetas. Cuando Pierre Simon, marqués de Laplace, propuso explicar el origen del sistema solar —aunque no el origen de la materia— también mediante leyes físicas, la necesidad de un dios para los orígenes de las cosas empezó a ser profundamente cuestionada. Se cuenta que Laplace presentó una edición de su trabajo matemático Mecanique céleste a Napoleón, a bordo del barco que a través del Mediterráneo los llevaba a Egipto en su famosa expedición de 1798. Unos días más tarde, siempre según la misma versión, Napoleón se quejó a Laplace de que en el texto no apareciese ninguna referencia a Dios. [21] La respuesta fue: «Señor, no necesito esa hipótesis». La idea de que Dios es una hipótesis en lugar de una verdad evidente es una idea moderna en Occidente, aunque ya fue discutida seria y torcidamente por los filósofos jónicos hace unos 2400 años.
Normalmente se cree que al menos el origen del universo necesita de un Dios, según la idea aristotélica.[22] Vale la pena detenemos un poco más sobre este punto. En primer lugar, es perfectamente posible que el universo sea infinitamente viejo, eterno, y por tanto no requiera ningún Creador. Esta idea concuerda con nuestros conocimientos cosmológicos actuales, los que permitirían un universo oscilante en el que los acontecimientos desde el Big Bang no serían sino la última encarnación de una serie infinita de creaciones y destrucciones del universo. Pero, en segundo lugar, consideremos la idea de un universo creado de la nada por Dios. La pregunta que aparece inmediatamente (de hecho, muchos críos de diez años piensan espontáneamente en ella antes de ser disuadidos por los mayores) es: ¿de dónde viene Dios? Si la respuesta es que Dios es infinitamente viejo y ha estado presente en cualquier época, no hemos resuelto nada. Con ello nos habremos limitado a retrasar un poco más el afrontar el problema. Un universo infinitamente viejo y un Dios infinitamente viejo son, a mi entender, misterios igualmente profundos. No hay evidencia de que uno de ellos esté más sólidamente establecido que el otro. Spinoza pudo haber dicho que las dos posibilidades no se diferencian en nada en absoluto.
Cuando se trata de afrontar misterios tan profundos, considero prudente adoptar una actitud humilde. La idea de que los científicos y los teólogos, con el bagaje actual de conocimientos, todavía raquítico, acerca de este cosmos tan amplio y aterrador, pueden comprender los orígenes del universo es casi tan absurda como la idea de que los astrónomos mesopotámicos de hace 3000 años —en quienes se inspiraron los antiguos Hebreos, durante la invasión babilónica, para explicar los acontecimientos cosmológicos en el primer capítulo del Génesis— hubiesen comprendido los orígenes del universo. Sencillamente no lo sabemos. El libro sagrado Hindú, el Rig Veda (x: 129) presenta una visión mucho más realista sobre este asunto:
¿Quién sabe con certeza? ¿Quién puede declararlo aquí?
¿Desde cuándo ha nacido, desde cuándo se produjo la creación?
Los dioses son posteriores a la creación de este mundo;
¿Quién puede saber entonces los orígenes del mundo? Nadie sabe desde cuando surgió la creación;
Ni si la hizo o no;
Aquel que vigila desde lo alto de los cielos,
Solo él sabe —o tal vez no lo sabe.
Pero la época en la que vivimos es muy interesante. Algunas preguntas sobre los orígenes, incluso algunas preguntas relacionadas con el origen del universo, pueden llegar a tener una comprobación experimental en las próximas décadas. No existe una posible respuesta para las grandes preguntas cosmológicas que no choque con la sensibilidad religiosa de los seres humanos. Pero existe la posibilidad de que las respuestas desconcierten a muchas religiones doctrinales y burocráticas. La idea de una religión como cuerpo de doctrina, inmune a la crítica y determinado para siempre por algunos de sus fundadores, es a mi criterio la mejor receta para una larga desintegración de esa religión, especialmente en los últimos tiempos. En cuestiones de orígenes y principios, la sensibilidad religiosa y la científica tienen objetivos muy parecidos. Los seres humanos somos de tal forma que deseamos ardientemente conocer las respuestas a esas preguntas —a causa quizá del misterio de nuestros propios orígenes individuales. Pero nuestros conocimientos científicos actuales, aun siendo limitados, son mucho más profundos que los de nuestros antecesores babilonios del año 1000 a. J.C. Las religiones que no muestran predisposición por acomodarse a los cambios, tanto científicos como sociales, están sentenciadas de muerte. Un cuerpo de creencias no puede ser vivo y consistente, vibrante y creciente, a menos de ser sensible a las críticas más serias que Le puedan ser formuladas.
La Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos contempla la diversidad de religiones, pero no prohíbe la crítica religiosa. De hecho, protege y alienta la crítica religiosa. Las religiones tienen que estar sujetas, por lo menos, al mismo grado de escepticismo que, por ejemplo, las opiniones sobre visitas de OVNIs o sobre el catastrofismo de Velikovsky. Creo aconsejable que sean las propias religiones las que fomenten el escepticismo sobre los puntales fundamentales de sus propias bases. No se cuestiona que la religión proporcione alivio y ayuda, que sea un baluarte siempre presente para las necesidades emocionales y que pueda tener un papel social extremadamente útil. Pero eso no significa en absoluto que la religión tenga que ser inmune a la comprobación, al escrutinio crítico, al escepticismo. Resulta sorprendente el bajo nivel de discusión escéptica de la religión que se da en el país que Tom Paine, el autor de The Age of Reason, contribuyo a fundar. Sostengo que los sistemas de creencias que no son capaces de aceptar la crítica no merecen ser. Aquellos que son capaces de hacerlo posiblemente tengan en su interior importantes parcelas de verdad.
La religión solía proporcionar una visión, normalmente aceptada, de nuestro lugar en el universo. Ese ha sido, con toda seguridad, uno de los objetivos principales de los mitos y las leyendas, de la filosofía y la religión, desde que han existido los seres humanos. Pero la confrontación entre las distintas religiones y de la religión con la ciencia ha desgastado esos puntos de vista tradicionales, por lo menos en la mente de muchos.[23] La forma de encontrar nuestro lugar en el universo se consigue examinando el universo y examinándonos a nosotros mismos —sin ideas preconcebidas, con la mente lo más abierta que podamos. No podemos empezar totalmente de cero, ya que afrontamos el problema con ciertas inclinaciones, debidas a nuestro origen hereditario y ambiental; pero, una vez comprendidos esos prejuicios artificiales, ¿no es posible arrancar de la Naturaleza nuestros conocimientos?
Los que propugnan religiones doctrinales —aquellas que priman un determinado cuerpo de creencias y que desprecian a los infieles— están amenazados por el valiente afán de adquirir conocimientos. Dicen que puede ser peligroso profundizar demasiado. Mucha gente ha heredado su religión al igual que el color de sus ojos: la consideran algo sobre lo que no hay que pensar con detenimiento y, en cualquier caso, algo que escapa a nuestro control. Pero aquellos que sienten en lo más profundo de su ser una serie de creencias, que han ido seleccionando, sin excesivos prejuicios, de entre los hechos y las alternativas, han de sentirse atraídos por los interrogantes. El disgusto hacia las dudas relativas a nuestras creencias es la señal de alerta del cuerpo: ahí se encuentra un bagaje doctrinal no examinado y posiblemente peligroso.
Christian Huygens escribió en 1670 un interesante libro en el que hacia una serie de especulaciones atrevidas y premonitorias sobre la naturaleza de los demás planetas del sistema solar. Huygens era muy consciente de que muchos consideraban objetables sus especulaciones, así como sus observaciones astronómicas. «Pero tal vez dirán», pensaba Huygens, «que no nos corresponde a nosotros ser tan curiosos e inquisitivos en esas Cosas que el Supremo Creador parece haber conservado para su propio Conocimiento: Ya que al no haber deseado llevar más allá el Descubrimiento o Revelación de ellas, no parece sino presunción investigar en aquello que ha considerado oportuno esconder. Pero hay que decir a esos caballeros», proseguía atronadamente Huygens, «que es mucha su pretensión de determinar hasta qué punto, y no más allá, debe caminar el Hombre en sus Búsquedas y la de imponer límites a la Actividad de los demás Hombres; como si conociesen los Limites que Dios ha impuesto al Conocimiento; o como si los Hombres fuesen capaces de superar esos Límites. Si nuestros Antecesores hubiesen sido hasta ese punto escrupulosos, todavía seriamos ignorantes de la Magnitud y la Figura de la Tierra, o de que existe un sitio llamado América.
Si consideramos el universo como un todo, encontraremos algo sorprendente. En primer lugar, encontramos un universo que es excepcionalmente bello, construido de forma intrincada y sutil. Sobre si nuestra apreciación del universo se debe o no a que formamos parte de él —sobre si lo encontráramos bello, independientemente de cómo estuviese constituido el universo— no pretendo dar una respuesta. Pero no existe la menor duda de que la elegancia del universo es una de sus propiedades más notables. Al mismo tiempo, no puede cuestionarse que existen cataclismos y catástrofes que se repiten periódicamente en el universo y a la escala más temible. Se dan, por ejemplo, explosiones de quásares que posiblemente arrasen los núcleos de las galaxias. Parece probado que cada vez que explosiona un quásar, saltan por los aires más de un millón de mundos y que innumerables formas de vida, algunas de ellas inteligentes, quedan brutalmente destruidas. No es ese el universo tradicionalmente benigno de la religiosidad convencional de Occidente, construido para el provecho de los seres vivos y, en particular, de los hombres. De hecho, las enormes dimensiones del universo —más de cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales contiene más de cien mil millones de estrellas— ponen de manifiesto la inconsecuencia de los acontecimientos humanos en el contexto cósmico. Vemos al mismo tiempo un universo muy bello y muy violento. Vemos un universo que no excluye al dios tradicional de Oriente u Occidente, pero que tampoco requiere uno.
Creo intensamente que si existe un dios o algo por el estilo, nuestra curiosidad y nuestra inteligencia han de ser proporcionadas por ese dios. Seriamos desagradecidos para con esos dones (así como incapaces de emprender ese tipo de acción) si suprimiésemos nuestra pasión por explorar el universo y a nosotros mismos. Por otro lado, si ese dios tradicional no existe, nuestra curiosidad y nuestra inteligencia son las herramientas fundamentales para procurarnos la supervivencia. En ambos casos la empresa del conocimiento es coherente tanto con la ciencia como con la religión y resulta esencial para el bienestar de la especie humana.
Ubi dubium ibi libertas (Donde hay dudas hay libertad)
"La verdad nunca teme ser examinada, la mentira sí."
(Última modificación: 21 Jun, 2018, 10:46 PM por
Stargate.)