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El ateísmo militante (Escrito por Jose Mauricio Shwartz)
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El ateísmo militante (Escrito por Jose Mauricio Shwartz)

Decíamos al principio de este libro que decir «soy ateo» sin miedo es una característica de nuestra época y de ciertas sociedades, que hemos caracterizado como «culturas de la Ilustración», con pocos antecedentes a lo largo de la historia humana registrada, unos diez mil años.

Conforme, en los últimos doscientos años, ha ido aumentando la libertad de los ateos para decir que lo son y para argumentar no sólo respecto de la existencia de las deidades, sino de la justicia, razón, lógica y prácticas de las religiones, cada vez más de ellos lo han hecho. Han aprovechado los medios de comunicación, inéditos apenas a principios del siglo xx, para ejercer la osadía de hablar en voz alta y poner en tela de juicio las religiones que han gozado de una absoluta impunidad en sus respectivas sociedades. Son los ateos militantes los que pretenden que el ateísmo sea tenido en cuenta como visión válida y sólida de la realidad, y que las religiones retrocedan sobre todo en los terrenos donde resultan más perjudiciales para el ser humano.

En las últimas décadas, estas voces se han alzado como probablemente nunca se había hecho antes, sobre todo en las culturas de la Ilustración, cuyas condiciones, aún lejos de ser las mejores, han sido propicias para que tales militantes hablen de sus convicciones, y que no sean uno o dos personajes excepcionales, sino varios, una multitud creciente, principalmente en Estados Unidos y Gran Bretaña —y otros países de la mancomunidad británica —, que escriben libros, participan en documentales y en programas de televisión, y se expresen enérgicamente, con claridad y exigiendo respeto a su posición.

La presencia de tales militantes, lógicamente, ha llamado la atención de los medios. Sobre todo en el caso de los militantes del mundo anglosajón, que tienen una mayor repercusión que cualesquiera otros en tales medios. Y en el proceso los medios han creado una imagen imprecisa, distorsionada y en cierta medida deshonesta respecto a los ateos en el siglo xxi.

En 2006, el periodista Gary Wolf hizo un artículo en la revista Wired sobre el biólogo británico Richard Dawkins, el neurocientífico estadounidense Sam Harris y el filósofo también estadounidense Daniel Dennett, reconocidos como ateos militantes por sus libros y apariciones en los medios y, más aún, como críticos militantes de las religiones.

En el artículo, Wolf llamaba a su posición el «Nuevo Ateísmo»… pese a que no se diferenciaba en nada del ateísmo de siempre. El nombre era un recurso retórico. Y era bueno. Tanto que se difundió como si se tratara realmente de algo novedoso. En 2007, estos tres autores, junto con el periodista británico Christopher Hitchens, fallecido en 2011, participaron en una mesa redonda donde hablaron de religión y comentaron sus posiciones. Como estrategia mercadotécnica, el DVD de la reunión se tituló Los cuatro jinetes del No-Apocalipsis, en referencia a los cuatro jinetes del fin de los tiempos que describe Juan de Patmos precisamente en el Libro de las Revelaciones con el que concluye la Biblia.

Pero pese a su relevancia y presencia en los medios, incluso a su claridad de exposición y, en casos como el de Hitchens y Dawkins, de su valentía al hablar abiertamente de temas delicados incluso dentro de la religión —Hitchens sería uno de los primeros periodistas en profundizar en las acciones y prácticas de Teresa de Calcuta y darlas a conocer, para enfado de la iglesia, en su libro The Missionary Position, por ejemplo —, ni son los únicos ni son líderes, gurús o dirigentes de ningún movimiento.

De hecho, es muy fácil identificar puntos en los cuales diverge el pensamiento de estos autores. Lo cual, por otro lado, no es sino una buena señal de cordura. La idea misma, extendida en algunos medios, de que la voz del ateísmo del siglo xxi está destilada y expresada en estos cuatro autores, o en otros pocos, o en alguna agrupación o asociación de ateos es, sin duda alguna, exagerada. Otros muchos, también en el mundo anglosajón, como los comediantes Bill Maher —que al menos en alguna ocasión ha expresado convicciones irracionales contra las vacunas— o el británico Ricky Gervais, el músico Tim Minchin, británico de origen australiano, o el dibujante y actor Seth MacFarlane, creador de la serie animada Padre de familia y productor de la secuela de la serie Cosmos, son gente de los medios de por sí y aprovechan su exposición al público para hacer su personal defensa de las libertades y el racionalismo. Algunos, como el astrofísico Neil deGrasse Tyson, presentador de Cosmos, se han incorporado a los medios desde su labor en la divulgación científica para tomar posiciones respecto de las creencias religiosas, sobre todo en Estados Unidos, donde la educación está bajo el ataque de los creacionistas y la política pública, bajo el embate de los negacionistas del cambio climático y de conspiranoicos diversos.

Antes de ellos hubo muchos otros comediantes conocidos en sus países, especialmente George Carlin, cuya defensa de la libre expresión lo llevó a ser procesado judicialmente en 1972 y cuyos videos siguen siendo visitados y subtitulados en plataformas sociales como YouTube.

Y todos ellos son hijos intelectuales y compañeros de otros que en su momento desafiaron los convencionalismos sociales, las tendencias religiosas y las presiones de sus sociedades en todo el mundo. Franceses como Simone de Beauvoir, Albert Camus, Denis Diderot, Sébastien Faure, Daniel Guérin o Michel Onfray. Alemanes como Karl Marx, Ludwig Feuerbach, Bertolt Brecht, Arthur Schopenhauer o Friedrich Nietzsche. Británicos como Bertrand Russell, Thomas Henry Huxley, William McIlroy, Douglas Adams o J. B. S. Haldane. Estadounidenses como Robert Ingersoll, Paul Kurtz, Isaac Asimov o Mark Twain. Hispanoparlantes como el mexicano Ignacio Ramírez, el Nigromante; la argentina Carmen Argibay o Pío Baroja. Y gente de otros orígenes, del canadiense James Randi a la etíope —ahora estadounidense— Ayaan Hirsi Ali o el chino Fang Zhouzi. Ni siquiera es imaginable hacer una lista exhaustiva de quienes se podría llamar «ateos militantes» en las artes, el pensamiento o la política. Ni de las asociaciones, grupos y colectivos que se autodefinen como ateos en los más diversos países y que, además de no creer en dioses, tienen sus propios objetivos, ideas y procedimientos de difusión que no los representan sino a ellos.

El ateísmo no es un movimiento. No puede serlo.

Ateísmo se define única y exclusivamente como no creer en dioses. Algunos ateos se pueden reunir para promover algunas ideas que comparten, sus argumentos sobre dios y las religiones, por ejemplo. Y en algunos países, hacer congresos, convenciones o asociaciones. Pero todo lo que puedan pensar más allá del ateísmo no forma un cuerpo doctrinal. Lo que está escrito en este libro, incluso, es una posición personal y no espera convertirse en un reglamento de cómo ser ateo. Simplemente decir que serlo es bueno.

El ateísmo no es una religión. Es, precisamente, lo opuesto a la religión, a sus métodos, procedimientos y bases de pensamiento. No tiene mandamientos, no tiene exigencias, ni rituales ni un paquete de obligaciones y posturas a asumir como parte del creer en dioses. No es un fenómeno colectivo, es profundamente personal. No hay, pese a la existencia de grupos, círculos, asociaciones o colectivos ateos, una «comunidad atea» homogénea a la que nadie tenga que rendirle cuentas.

Por eso se puede ser ateo de derechas o de izquierdas —aunque muchos ateos tienden a derivar hacia la izquierda del espectro político, y eso mismo se puede decir de un servidor —, ser conservador o progresista, rico o pobre, militarista o pacifista, prociencia y anticiencia. En casi cualquier variedad del pensamiento humano, de la variedad humana y de las posiciones sociopolíticas posibles, se podrá encontrar a gente que no cree en dioses, pero que no ejemplifica ni representa a ningún otro ateo.

El pensamiento racional suele asociarse al ateísmo, pero ciertamente puede haber ateos irracionales, gente que, pese a no creer en una deidad, mantiene otras creencias irracionales, como en la homeopatía u otras terapias «alternativas», la telepatía o la astrología. No es menos atea por ello. Puede ser tiránico o democrático, pro o antitecnología, buena persona o desagradable y abusivo… y nada de ello lo hace «mejor ateo» o «más ateo» o más o menos digno del nombre. El concepto mismo de «mejor ateo» carece de sentido. En todo caso, hay buenas y malas personas. Algunas son ateas.

De hecho, ser ateo no lo hace a uno mejor persona. Ni más inteligente ni superior a los creyentes. El ateísmo puede ser una señal en el camino que indique formas mejores y más morales de actuar en lo personal y en sociedad. Así como en el pasado se equivocaban quienes afirmaban que ser ateo era intrínsecamente perverso, se equivocan quienes creen que es intrínsecamente moral. Nada hace superior o mejor al ateo por el hecho de serlo.

Si Lucifer fue capaz de incitar una rebelión en el cielo, eso significa celos, envidia y violencia en el cielo pese a prometerte un paraíso perfecto
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