20 Aug, 2019, 10:31 AM
Nos encontramos en un mundo sorprendente. Quisiéramos conocer el sentido de lo que vemos a nuestro alrededor y nos preguntamos: ¿Cuál es la naturaleza del universo? ¿Cuál es nuestro lugar en él y de dónde viene y de dónde venimos nosotros? ¿Por qué es tal como es?
Para intentar contestar estas preguntas adoptamos una «imagen del mundo». Así como una torre infinita de tortugas que sostiene una Tierra plana es una posible imagen del mundo, también lo es la teoría de supercuerdas. Ambas son teorías del universo, aunque la segunda es mucho más matemática y precisa que la primera. Ambas teorías carecen de evidencias observacionales: nadie ha visto ninguna tortuga gigante que sostenga la Tierra sobre su caparazón, pero tampoco nadie ha visto una supercuerda. Sin embargo, la teoría de las tortugas no consigue ser una buena teoría científica porque predice que la gente debería caer por los bordes del mundo. Esto no concuerda con la experiencia, ¡a no ser que explique la desaparición de tanta gente en el triángulo de las Bermudas!
Los primeros intentos teóricos de describir y explicar el universo se basaban en la idea de que los acontecimientos y fenómenos naturales eran controlados por espíritus con emociones humanas que actuaban de una manera muy antropomórfica e impredecible. Estos espíritus habitaban objetos naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes como el Sol y la Luna. Debían ser aplacados y se debía solicitar su favor para asegurar la fertilidad del suelo y el ciclo de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, se fue advirtiendo la existencia de ciertas regularidades: el Sol siempre amanecía por el este y se ponía por el oeste, se ofrecieran o no sacrificios al dios Sol. Además, el Sol, la Luna y los planetas seguían trayectorias concretas en el cielo que podían ser predichas con antelación y precisión considerables. Tal vez el Sol y la Luna siguieran siendo dioses, pero eran dioses que obedecían leyes estrictas, aparentemente sin excepciones, si no contamos historias como la del Sol detenido por Josué.
Al principio, estas regularidades y leyes sólo resultaban obvias en la astronomía y unas cuantas situaciones más. Sin embargo, a medida que se desarrolló la civilización, y particularmente en los últimos trescientos años, se fueron descubriendo cada vez más regularidades y leyes. El éxito de estas leyes condujo a Laplace, a comienzos del siglo XIX, a postular el determinismo científico; es decir, sugirió que habría un conjunto de leyes que determinaría con precisión la evolución del universo, dada su configuración en un instante dado.
El determinismo de Laplace resultó incompleto en dos aspectos. No decía cómo escoger las leyes y no especificaba la configuración inicial del universo, cosas que se dejaban a Dios. Dios podría escoger cómo empezó el universo y qué leyes obedecería, pero no intervendría en él una vez éste hubiera empezado. Así, Dios quedaba confinado a las áreas que la ciencia del siglo XIX no comprendía.
Sabemos ahora que las esperanzas de Laplace en el determinismo no pueden ser colmadas, al menos en los términos que él consideraba. El principio de incertidumbre de la mecánica cuántica implica que ciertos pares de magnitudes, como la posición y la velocidad de una partícula, no pueden predecirse simultáneamente con una precisión completa. La mecánica cuántica trata esta situación mediante una clase de teorías en que las partículas no tienen posiciones ni velocidades bien definidas, sino que están representadas por una onda. Estas teorías cuánticas son deterministas en el sentido de que establecen leyes para la evolución temporal de dicha onda, es decir, si conocemos ésta en un cierto instante, podemos calcularla en cualquier otro instante. El elemento aleatorio e impredecible sólo surge cuando intentamos interpretar la onda en función de las posiciones y las velocidades de las partículas. Puede que éste sea nuestro error: quizá no haya posiciones y velocidades de partículas, sino sólo ondas. Quizá nuestro intento de someter las ondas a nuestras ideas preconcebidas de posiciones y velocidades sea la causa de la impredecibilidad aparente.
En efecto, hemos redefinido la tarea de la ciencia como el descubrimiento de las leyes que nos permitirán predecir acontecimientos dentro de los límites establecidos por el principio de incertidumbre. Sin embargo, persiste la pregunta: ¿cómo o por qué se escogieron las leyes y el estado inicial del universo?
Este libro ha otorgado especial preeminencia a las leyes que rigen la gravedad, porque es ella, aunque sea la más débil de las cuatro fuerzas básicas, la que configura la estructura a gran escala del universo. Las leyes de la gravedad eran incompatibles con la imagen vigente hasta hace poco de que el universo no cambia con el tiempo: el carácter siempre atractivo de la gravedad implica que el universo debe estar o bien expandiéndose o bien contrayéndose. Según la teoría general de la relatividad, debe haber habido en el pasado un estado de densidad infinita, el big bang, que habría constituido un inicio efectivo del tiempo. De igual modo, si el conjunto del universo se volviera a colapsar, debería haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el big crunch, que sería un final del tiempo. Incluso si el conjunto del universo no se volviera a colapsar, habría singularidades en las regiones localizadas cuyo colapso ha formado agujeros negros y que supondrían el final del tiempo para cualquiera que cayera en ellos. En el big bang y otras singularidades, todas las leyes habrían dejado de ser válidas, y Dios todavía habría tenido libertad completa para escoger lo que ocurrió y cómo empezó el universo.
Al combinar la mecánica cuántica con la relatividad general, parece surgir una nueva posibilidad que no cabía anteriormente: que el espacio y el tiempo puedan formar conjuntamente un espacio cuadridimensional finito sin singularidades ni fronteras, como la superficie de la Tierra pero con más dimensiones. Parece que esta idea podría explicar muchas de las características observadas del universo, como su uniformidad a gran escala y también las separaciones de la homogeneidad a menor escala, como galaxias, estrellas e incluso los seres humanos. Pero si el universo estuviera completamente autocontenido, sin singularidades ni fronteras, y fuera completamente descrito por una teoría unificada, ello tendría profundas implicaciones para el papel de Dios como Creador.
Einstein se preguntó en cierta ocasión: «¿Qué posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?». Si la propuesta de ausencia de fronteras es correcta, Dios no tuvo libertad alguna para escoger las condiciones iniciales, aunque habría tenido, claro está, la libertad de escoger las leyes que rigen el universo. Esto, sin embargo, podría no haber constituido en realidad una verdadera elección: bien podría ser que hubiera una sola o un número pequeño de teorías unificadas completas, como la teoría de cuerdas, que sean autocoherentes y permitan la existencia de estructuras tan complejas como los seres humanos, que pueden investigar las leyes del universo y preguntarse por la naturaleza de Dios.
Incluso si sólo es posible una única teoría unificada, se trata solamente de un conjunto de reglas y de ecuaciones. ¿Qué es lo que les insufla aliento y hace existir el universo descrito por ellas? El enfoque usual de la ciencia de construir un modelo matemático no puede contestar las preguntas de por qué existe el universo descrito por el modelo. ¿Por qué el universo se toma la molestia de existir? ¿Es la misma teoría unificada la que obliga a su existencia? ¿O necesita un Creador y, si es así, tiene Éste algún otro efecto en el universo? ¿Y quién lo creó a Él?
Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados desarrollando nuevas teorías que describan cómo es el universo para preguntarse por qué es el universo. En cambio, la gente cuya profesión es preguntarse el porqué, los filósofos, no han sido capaces de mantenerse al día en el progreso de las teorías científicas. En el siglo XVIII, los filósofos consideraron como su campo el conjunto del conocimiento humano, incluida la ciencia, y discutieron cuestiones como si el universo tuvo un comienzo. Sin embargo, en los siglos XIX y XX la ciencia se hizo demasiado técnica y matemática para los filósofos, o para cualquiera que no se contara entre unos pocos especialistas. A su vez, los filósofos redujeron tanto el alcance de sus inquietudes que Wittgenstein, el filósofo más célebre del siglo XX, dijo: «La única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje». ¡Qué triste final para la gran tradición filosófica desde Aristóteles a Kant!
Sin embargo, si descubriéramos una teoría completa, llegaría a ser comprensible a grandes líneas para todos, y no sólo para unos cuantos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y público en general, seríamos capaces de participar en la discusión de la pregunta de por qué existimos nosotros y el universo. Si halláramos la respuesta a esto, sería el triunfo último de la razón humana, ya que entonces comprenderíamos la mente de Dios
Para intentar contestar estas preguntas adoptamos una «imagen del mundo». Así como una torre infinita de tortugas que sostiene una Tierra plana es una posible imagen del mundo, también lo es la teoría de supercuerdas. Ambas son teorías del universo, aunque la segunda es mucho más matemática y precisa que la primera. Ambas teorías carecen de evidencias observacionales: nadie ha visto ninguna tortuga gigante que sostenga la Tierra sobre su caparazón, pero tampoco nadie ha visto una supercuerda. Sin embargo, la teoría de las tortugas no consigue ser una buena teoría científica porque predice que la gente debería caer por los bordes del mundo. Esto no concuerda con la experiencia, ¡a no ser que explique la desaparición de tanta gente en el triángulo de las Bermudas!
Los primeros intentos teóricos de describir y explicar el universo se basaban en la idea de que los acontecimientos y fenómenos naturales eran controlados por espíritus con emociones humanas que actuaban de una manera muy antropomórfica e impredecible. Estos espíritus habitaban objetos naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes como el Sol y la Luna. Debían ser aplacados y se debía solicitar su favor para asegurar la fertilidad del suelo y el ciclo de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, se fue advirtiendo la existencia de ciertas regularidades: el Sol siempre amanecía por el este y se ponía por el oeste, se ofrecieran o no sacrificios al dios Sol. Además, el Sol, la Luna y los planetas seguían trayectorias concretas en el cielo que podían ser predichas con antelación y precisión considerables. Tal vez el Sol y la Luna siguieran siendo dioses, pero eran dioses que obedecían leyes estrictas, aparentemente sin excepciones, si no contamos historias como la del Sol detenido por Josué.
Al principio, estas regularidades y leyes sólo resultaban obvias en la astronomía y unas cuantas situaciones más. Sin embargo, a medida que se desarrolló la civilización, y particularmente en los últimos trescientos años, se fueron descubriendo cada vez más regularidades y leyes. El éxito de estas leyes condujo a Laplace, a comienzos del siglo XIX, a postular el determinismo científico; es decir, sugirió que habría un conjunto de leyes que determinaría con precisión la evolución del universo, dada su configuración en un instante dado.
El determinismo de Laplace resultó incompleto en dos aspectos. No decía cómo escoger las leyes y no especificaba la configuración inicial del universo, cosas que se dejaban a Dios. Dios podría escoger cómo empezó el universo y qué leyes obedecería, pero no intervendría en él una vez éste hubiera empezado. Así, Dios quedaba confinado a las áreas que la ciencia del siglo XIX no comprendía.
Sabemos ahora que las esperanzas de Laplace en el determinismo no pueden ser colmadas, al menos en los términos que él consideraba. El principio de incertidumbre de la mecánica cuántica implica que ciertos pares de magnitudes, como la posición y la velocidad de una partícula, no pueden predecirse simultáneamente con una precisión completa. La mecánica cuántica trata esta situación mediante una clase de teorías en que las partículas no tienen posiciones ni velocidades bien definidas, sino que están representadas por una onda. Estas teorías cuánticas son deterministas en el sentido de que establecen leyes para la evolución temporal de dicha onda, es decir, si conocemos ésta en un cierto instante, podemos calcularla en cualquier otro instante. El elemento aleatorio e impredecible sólo surge cuando intentamos interpretar la onda en función de las posiciones y las velocidades de las partículas. Puede que éste sea nuestro error: quizá no haya posiciones y velocidades de partículas, sino sólo ondas. Quizá nuestro intento de someter las ondas a nuestras ideas preconcebidas de posiciones y velocidades sea la causa de la impredecibilidad aparente.
En efecto, hemos redefinido la tarea de la ciencia como el descubrimiento de las leyes que nos permitirán predecir acontecimientos dentro de los límites establecidos por el principio de incertidumbre. Sin embargo, persiste la pregunta: ¿cómo o por qué se escogieron las leyes y el estado inicial del universo?
Este libro ha otorgado especial preeminencia a las leyes que rigen la gravedad, porque es ella, aunque sea la más débil de las cuatro fuerzas básicas, la que configura la estructura a gran escala del universo. Las leyes de la gravedad eran incompatibles con la imagen vigente hasta hace poco de que el universo no cambia con el tiempo: el carácter siempre atractivo de la gravedad implica que el universo debe estar o bien expandiéndose o bien contrayéndose. Según la teoría general de la relatividad, debe haber habido en el pasado un estado de densidad infinita, el big bang, que habría constituido un inicio efectivo del tiempo. De igual modo, si el conjunto del universo se volviera a colapsar, debería haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el big crunch, que sería un final del tiempo. Incluso si el conjunto del universo no se volviera a colapsar, habría singularidades en las regiones localizadas cuyo colapso ha formado agujeros negros y que supondrían el final del tiempo para cualquiera que cayera en ellos. En el big bang y otras singularidades, todas las leyes habrían dejado de ser válidas, y Dios todavía habría tenido libertad completa para escoger lo que ocurrió y cómo empezó el universo.
Al combinar la mecánica cuántica con la relatividad general, parece surgir una nueva posibilidad que no cabía anteriormente: que el espacio y el tiempo puedan formar conjuntamente un espacio cuadridimensional finito sin singularidades ni fronteras, como la superficie de la Tierra pero con más dimensiones. Parece que esta idea podría explicar muchas de las características observadas del universo, como su uniformidad a gran escala y también las separaciones de la homogeneidad a menor escala, como galaxias, estrellas e incluso los seres humanos. Pero si el universo estuviera completamente autocontenido, sin singularidades ni fronteras, y fuera completamente descrito por una teoría unificada, ello tendría profundas implicaciones para el papel de Dios como Creador.
Einstein se preguntó en cierta ocasión: «¿Qué posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?». Si la propuesta de ausencia de fronteras es correcta, Dios no tuvo libertad alguna para escoger las condiciones iniciales, aunque habría tenido, claro está, la libertad de escoger las leyes que rigen el universo. Esto, sin embargo, podría no haber constituido en realidad una verdadera elección: bien podría ser que hubiera una sola o un número pequeño de teorías unificadas completas, como la teoría de cuerdas, que sean autocoherentes y permitan la existencia de estructuras tan complejas como los seres humanos, que pueden investigar las leyes del universo y preguntarse por la naturaleza de Dios.
Incluso si sólo es posible una única teoría unificada, se trata solamente de un conjunto de reglas y de ecuaciones. ¿Qué es lo que les insufla aliento y hace existir el universo descrito por ellas? El enfoque usual de la ciencia de construir un modelo matemático no puede contestar las preguntas de por qué existe el universo descrito por el modelo. ¿Por qué el universo se toma la molestia de existir? ¿Es la misma teoría unificada la que obliga a su existencia? ¿O necesita un Creador y, si es así, tiene Éste algún otro efecto en el universo? ¿Y quién lo creó a Él?
Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados desarrollando nuevas teorías que describan cómo es el universo para preguntarse por qué es el universo. En cambio, la gente cuya profesión es preguntarse el porqué, los filósofos, no han sido capaces de mantenerse al día en el progreso de las teorías científicas. En el siglo XVIII, los filósofos consideraron como su campo el conjunto del conocimiento humano, incluida la ciencia, y discutieron cuestiones como si el universo tuvo un comienzo. Sin embargo, en los siglos XIX y XX la ciencia se hizo demasiado técnica y matemática para los filósofos, o para cualquiera que no se contara entre unos pocos especialistas. A su vez, los filósofos redujeron tanto el alcance de sus inquietudes que Wittgenstein, el filósofo más célebre del siglo XX, dijo: «La única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje». ¡Qué triste final para la gran tradición filosófica desde Aristóteles a Kant!
Sin embargo, si descubriéramos una teoría completa, llegaría a ser comprensible a grandes líneas para todos, y no sólo para unos cuantos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y público en general, seríamos capaces de participar en la discusión de la pregunta de por qué existimos nosotros y el universo. Si halláramos la respuesta a esto, sería el triunfo último de la razón humana, ya que entonces comprenderíamos la mente de Dios