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Experiencia de desprogramacion religiosa de salvador freixedo
#1

Tengo cuando, esto escribo, 63 años de edad; hace 33 años que fui ordenado sacerdote, y he cruzado el Atlántico 69 veces. Tanto camino recorrido, me da derecho para enjuiciar con algún peso esta cosa misteriosa que llamamos vida, y este fenómeno psicosocial que se llama religión.

  Mirando hoy retrospectivamente mi vida, me asombro de cómo pude haber estado tantos años —30 exactamente— en el seno de una Orden religiosa, admitiendo creencias que hoy me parecen totalmente increíbles, y practicando cosas que hoy me parecen absurdas. Y me pregunto ¿cómo es posible que estuviese tanto tiempo ciego?; ¿cómo es posible que mi mente estuviese tan drogada y que tragase tanto sin masticar? La contestación, de la que ya he hablado en otros lugares, está esbozada en las mismas preguntas: estaba endrogado y tragaba sin masticar. La educación primera que uno recibe (ideas, gustos, lenguaje, costumbres), buena o mala, se convierte en una droga que nos acompaña por toda la vida. Nos hacemos «adictos» a la tradición. A los esquimales les gusta la carne cruda de foca, los uruatis amazónicos devoran unos enormes y repugnantes gusanos negros y ciertos pueblos orientales se regodean con una salsa de pescado podrido. Se lo dieron a comer cuando aún no tenían uso de razón y veían cómo sus padres se relamían de gusto. Y se hicieron adictos.

  Por eso lector, si tienes hijos pequeños, no cometas el error, por seguir la tradición y por no buscarte problemas, de dejar que te los intoxique la sociedad con ciertos «usos» mentales o materiales, que ya están en franca decadencia y que luego les va a costar mucho trabajo liberarse de ellos. A mí me ha costado casi veinte años el sacudirme de la mente ciertos miedos y complejos que me tenían aprisionado.

  Lejos de mí el maldecir a los que me infiltraron en el alma tales creencias o costumbres. Ellos eran, a su vez, víctimas de lo mismo. Pero se fueron al otro mundo en épocas en que todavía se podía convivir con ellas, y por eso no sintieron el dolor mordiente de la duda, ni tuvieron que tomar drásticas resoluciones en sus vidas. En el más allá, en el que creo firmemente, verían nada más llegar, que todas sus ideas de aquello eran puras niñerías. Nosotros en ese particular, hemos evolucionado, y por eso comenzamos por afirmar que del más allá, apenas si sabemos que existe. Ellos creían a pies juntillas lo que la Iglesia ha dicho siempre; y la Iglesia ha dicho y sigue diciendo muchas tonterías con relación al más allá.

  Y vuelvo a mi pregunta anterior: ¿cómo es posible que haya podido estar tantos años creyendo cosas que hoy considero totalmente increíbles? Fue posible porque la religión no se piensa, la religión se siente. Eso dicen los fanáticos. Y desgraciadamente es verdad. Y por eso hay tantos fanáticos.

  En la historia de las religiones nos encontramos con mucha frecuencia con que los que pensaban con su cabeza eran sacados del medio violentamente. Pensar con la propia cabeza es un deporte peligroso en el seno de las religiones. Por eso nos decían en el catecismo que «doctores tiene la Santa Iglesia que lo sabrán responder». A lo largo de este libro hemos visto, en varias ocasiones, a hombres que iban a la hoguera invocando a Jesucristo, y los que encendían la hoguera eran precisamente los representantes oficiales de Jesucristo. Pero sus ideas religiosas eran algo diferentes y el choque de ambos fanatismos convertía en cenizas a uno de los discrepantes.

  ¡Qué funesto ha resultado a lo largo de los siglos el lema de los doctrinarios de todas las religiones!: «¡Cree! ¡No pienses!». A base de no pensar, hemos llegado a creer monstruosidades. Y lo malo es que muchos hombres y mujeres, a fuerza de no pensar, las siguen creyendo y se las siguen queriendo imponer a sus hijos.

  ¿Cómo es posible que yo haya estado tantos años comulgando con ruedas de molino? Otra de las causas que contribuyó a ello, fue lo que yo llamo «el miedo sacro». La Iglesia y sus doctrinarios, con el inconsciente deseo de manipular y subyugar las conciencias, nos han llenado el alma de miedos. Y el miedo, no solo no nos deja pensar, sino que nos impide rebelarnos cuando, por una razón u otra, descubrimos el error de nuestras creencias. El «más allá» del cristianismo —y los protestantes en esto son aún peor que los católicos— es aterrador. El infierno cristiano, que es solo fruto de mentes enfermizas, pende como una espada amenazadora encima de nuestras cabezas y nos impide tomar decisiones trascendentales. Si el miedo, según algunos, es lo que llevó al hombre a la religión, el miedo es lo que le impide zafarse de las garras de la religión. Creemos por miedo, y no dejamos de creer también por miedo. El miedo instintivo es una defensa natural en el niño, que lo libra de muchos peligros. Pero el miedo instintivo en un adulto es una vergüenza. Es una señal de que no ha evolucionado.

  Mi rebelión contra muchas de las creencias del cristianismo no fue repentina. Sucedió en mí lentamente lo que yo pretendo hacer de una manera rápida con este libro. En él le presento al lector una vista panorámica de la dogmática del cristianismo, y otra de su historia, y trato de hacer que contraste ambas visiones. De un lado lo que la Iglesia dice y predica, y de otro lo que han sido en la realidad todas estas teorías; y de una manera particular me he fijado en cómo las han llevado a la práctica los que se supone que deberían haber sido ejemplo para todos los cristianos. Además he contrastado las creencias cristianas con las de otras religiones más antiguas para que el lector sacase sus consecuencias.

  Yo no tuve tanta suerte. A mí no me dieron visiones totales de la historia de la Iglesia, sino que únicamente me presentaban, ya prejuiciados, los aspectos positivos de ella; y cuando necesariamente aparecía alguno negativo, ya venía con la solución y la explicación aparejada.

  Es cierto que cuando estudié la dogmática cristiana, debí haber tenido un espíritu más crítico y haber descubierto mucho antes toda la vaciedad de tantas doctrinas sin sentido. Pero, como ya he dicho, mi sentimiento estaba endrogado: era mi Iglesia y era la religión de mis padres; yo no tenía derecho a cuestionarla y por eso ni se me ocurría hacerlo. Mi mente la aplicaba, no a analizar el alimento que le daban a mi espíritu, sino a prepararme para transmitirlo yo a otros de la mejor manera posible. Por eso estuve tanto tiempo comulgando con ruedas de molino.

  Mi rebelión sucedió paulatinamente, porque yo comencé a enjuiciar no la historia total de la Iglesia, sino el pequeño entorno eclesiástico en que me movía, y a contrastarlo con lo que se me había enseñado, en cuanto al amor del prójimo, a la práctica real del desprendimiento de las cosas de este mundo, a la humildad, la castidad, la justicia, la pobreza, etc. Y vi que la teoría de los jerarcas andaba por un lado, pero las obras andaban por otro.

  Y finalmente me pasó lo que le va a pasar a la torre de Pisa: que lleva varios siglos cayéndose, hasta que en un mes se va a inclinar tanto como en cien años y en un solo segundo se va a ira tierra. Las ideas fueron acelerándose dentro de mí, hasta que en un momento sentí que algo que hacía tiempo crujía en mi alma, se derrumbaba estrepitosamente.

  Sin tener visiones —Dios me libre de ellas—, ni oír voces, ni sentir ninguna iluminación interna, mi mente comenzó a ver claro, hasta que lo vi todo con una claridad meridiana. La falsedad de las religiones paganas me ayudó a ver claramente la falsedad de la mía. Lo absurdo de sus creencias se identificó con la absurdez de las mías. Y por otro lado, los valores profundos e innegables que también encierra el cristianismo, me ayudaron a comprender todo lo que hay de santo y de respetable en las creencias paganas de otros pueblos.

  Algún buen teólogo ha dicho que el cristianismo no es un humanismo. Esa es la desgracia del cristianismo: que se ha deshumanizado. Ojalá el cristianismo se hubiera olvidado un poco de sus teorías dogmáticas y no hubiese perdido el tiempo discutiendo sobre los futuros contingentes y otros alambicamientos por el estilo; ojalá que hubiese comprendido el sentido de la frase repetida por Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificios», que podría traducirse: «menos teorías y más obras», «menos definiciones dogmáticas y más amor al prójimo», «menos hogueras y más tolerancia», «menos maridaje con los grandes de este mundo y más preocupación por los problemas del pueblo».

  Perdóname lector si he entrado en este capítulo final con un tono demasiado autobiográfico. Pero siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna, y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a mis creencias.

  Yo sé que mientras se es joven y sobre todo cuando se tiene buena salud, el problema del más allá es algo que suena como una tormenta lejana cuando se está a buen cobijo. Y más en estos tiempos, cuando el desprestigio de la religión ha alcanzado entre los jóvenes sus niveles más altos. Pero de otra parte, también es cierto que a medida que pasan los años, sobre todo en aquellas personas que fueron contagiadas con el virus religioso en su infancia, la preocupación hacia el más allá aumenta, llegando a convertirse en una fuente de pesadumbre en las vidas de muchos. A esta gente es a la que quisiera dirigirme especialmente.

  Los que no tengan preocupación alguna acerca del más allá, o hayan encontrado algún tinglado mental para explicarse el misterio de la vida, ¡adelante!, porque su explicación no es menos válida que las retorcidas, insensatas y plúmbeas explicaciones que dan los teólogos de todas las religiones. La única gran verdad es que de lo que pasa tras esta vida nadie sabe nada. Y los que dogmatizan sobre ello, sea hablando del cielo, del infierno, de la nada o de la reencarnación, no hacen más que fabular, o repetir como loros lo que les dijo su gurú, que a su vez repetía lo que le dijo el suyo.

  Pero los que temen, en virtud del veneno dogmático que de niños les inyectaron, deberían reflexionar un poco, teniendo en cuenta todo lo que han leído en los pasados capítulos.

  Lo primero que tendrán que hacer será liberar su mente de toda atadura dogmática y rechazar positivamente las ideas que acerca del más allá les ha insuflado el cristianismo. Y tan importante como esto es limpiar su idea de Dios, que el cristianismo se ha dedicado a envenenar durante siglos inventándole toda suerte de calumnias. Mientras creamos en un Dios con ira, no podremos tener una idea optimista de esta vida, y menos aún de la otra.

  Eso que la mayoría de los hombres llama Dios y que empequeñece de mil maneras personalizándolo y «cosificándolo», tiene que ser infinitamente mejor de como nos dice la Iglesia. Esta se ha arrogado el derecho de ser su única conocedora y representante, y es hora de que le discutamos ese derecho, del que tanto ha abusado a lo largo del tiempo.

  A la luz de todo lo que hemos presentado en este libro, ¿con qué fuerza la Iglesia o la teología cristiana se atreven a hablar de nada, cuando sus obras les están negando capacidad moral para hacerlo? «Por sus frutos los conoceréis» y por sus frutos las hemos conocido.

  Es cierto que también tienen frutos buenos, al igual que un enfermo tiene muchas partes de su cuerpo sanas. Pero a la Iglesia, según la idea que ella nos da de sí misma, tenemos derecho a exigirle mucho más. Tenemos derecho a exigírselo todo, en cuanto a santidad y perfección, lo mismo que ella exigía total obediencia a sus enseñanzas y mandatos, basada en que eran mandatos y enseñanzas de Dios. ¿De quién son entonces los enormes defectos que vemos en la Iglesia? ¿Serán también de Dios? Lógicamente a Él tendríamos que achacárselos, y esta es una de las malas consecuencias de manipular tanto el nombre de Dios. No se puede usar, para imponer unas cosas, y esconderlo para no hacerlo responsable de otras.

  A quien no conozca la historia de la Iglesia, podrá parecerle que exageramos cuando hablamos de los malos frutos que ella ha producido en sus dos mil años de historia. Pero, tú lector, si después de las breves muestras que has leído todavía sigues pensando en la santidad y venerabilidad de la Iglesia como institución, y del cristianismo como cuerpo de doctrina, mereces seguir aprisionado en sus tentáculos, y lo primero que tendrás que hacer será aprender a indignarte.

  Yo no me indigno contra las personas, cuando estas, obrando de buena fe, mantienen principios en los que no creo; ni contra los que defendiendo posiciones ideológicas que aborrezco, son al igual que lo fui yo, víctimas de errores tradicionales. Pero sí me indigno contra la institución y le hago frente, cuando veo que quiere seguir perpetuando un error del que la mayoría de sus ministros aún no han caído en la cuenta.

  Me indigno cuando veo que quiere conservar sus viejos e injustos privilegios. Me indigno cuando la veo manipulando las conciencias de los débiles, tal como ha hecho por siglos, con el apoyo de los poderes públicos. Acuérdese el lector cuando, en páginas anteriores, la veíamos pedir ayuda al «brazo secular» para que le quemase a sus «herejes».

  Me indigno cuando la veo exigir «tiempos iguales» en los medios de comunicación del Estado, cuando ella no concedía ni un minuto a los que discrepaban, y hasta le decía al Estado a quiénes no debería permitir hablar. Y me indigno cuando la veo exigir cínicamente «libertad de enseñanza», como si la libertad de que ella goza ahora para intoxicar las mentes de los niños, no fuese muy superior a la que ella otorgó cuando tenía poder e influencia.

  Aunque parezca lo contrario, no tengo ningún resentimiento. Lo que tengo es una vieja sed de justicia que corre por las venas de miles de cristianos y excristianos a los que nunca se les ha permitido protestar de los abusos a que sus mentes y conciencias fueron sometidas. Lo que tengo es una enorme gana de gritar, en nombre de los cientos de miles de presos, de torturados y de muertos, víctimas de la intolerancia de los feroces discípulos de aquel pobre hombre que murió en la cruz. ¡Qué tortura más grande tiene que haber sido para muchos fervientes cristianos que se pudrieron en cárceles o que se abrasaron en las llamas, el no poder entender por qué los representantes de Cristo, a quien ellos amaban, se portaban de aquella manera con ellos! Seguramente, remedando a su jefe, muchos de ellos habrán repetido machaconamente en la soledad de su mazmorra o camino del cadalso: «¡Cristo! ¿Por qué me has desamparado?».

  Yo recurro otra vez a mi condición de sacerdote y con todo el ímpetu de mi alma me rebelo contra los falsos pastores que a lo largo de la historia veo «apacentándose a sí mismos» y regodeándose en sus necias pompas. Me rebelo contra sus injusticias, contra sus abusos de los débiles, contra su cinismo, contra su soberbia. Y me rebelo también contra su hueca e infantil teología que no sirve para nada, como no sea para entontecer la mente o para hacer fanáticos.

  La auténtica teología es la que se basa en el hombre, y está hecha por el hombre y dirigida al hombre, considerado este como criatura racional de Dios. Los teólogos, de tanto disparatar acerca de Dios, se han olvidado del hombre y lo han convertido en un guiñapo. Como su Dios es un Dios humanizado, han cometido la felonía de empequeñecer al hombre, para que su Dios luciese más grande y más fuerte. Pero el destripador de amorreos, del Pentateuco, no tiene compostura, por mucho que le echen cualidades y por mucho que acomplejen al hombre llamándole pecador por naturaleza y haciéndolo entrar en el mundo ya con un pecado a cuestas.

  Contra esta estúpida y mítica teología es contra lo que me rebelo y me dan una inmensa pena los ingenuos que siguen predicándola de buena fe. Los comprendo, porque yo estuve en el mismo error y tuve la misma buena fe muchos años. Pero creo que hoy es mi obligación decir estas cosas para ayudar a muchos a salir de su letargo.

  Sé de sobra que algunas personas amigas, leerán con terror estas líneas temiendo por mi eterna condenación. Las pobres no saben que es imposible condenarse cuando no hay infierno. Y me dan también pena las que con frecuencia me dicen: «¿Cómo es posible que siendo Ud. sacerdote diga semejantes cosas?». Pues las digo, y con una tranquilidad de conciencia y una alegría de espíritu muy superior a cuando tenía que hablar de las «verdades eternas» en los Ejercicios Espirituales de mi ex-Santo Padre Ignacio de Loyola.

  Hoy puedo decir con toda tranquilidad que, gracias a Dios, he perdido mi fe. Mi fe en las mogigaterías que me enseñaron acerca de Él, los pobrecitos que se limitaban a repetir las mogigaterías que a ellos les habían enseñado. Pero tengo fe en el Universo, en la naturaleza, en el amor, en la vida, y en los hombres y mujeres buenos. Y tengo también fe en mí mismo, a pesar de todos los complejos que los doctrinarios cristianos me han echado arriba, de que soy pecador; de que no puedo vivir en gracia sin una ayuda especial de Dios; de que tengo que hacer o creer esto o lo otro, porque si no, me condeno; de que la muerte es la consecuencia del pecado y de que este mundo es un valle de lágrimas. Pues bien, a pesar de todas estas pamplinas teológicas, sigo creyendo en mí y sigo pensando que «tengo derecho a estar donde estoy» sin que nadie haya de venir a regalarme salvaciones ni redenciones. Nunca me he vendido a nadie y por eso no necesito que nadie me redima.

  ¿Qué haremos, pues, con el mito cristiano? Dejarlo tranquilo, porque él se está muriendo solito. Se está muriendo a gran velocidad en las almas de los jóvenes, aunque todavía coletea en las de los adultos, porque ya no pueden vencer la vieja adicción que arrastran desde la infancia. Pero a lo que hay que estar muy atento es a que no vuelva a rebrotar. El mismo fanatismo que en nombre de Dios cortó cabezas y encendió hogueras, es capaz todavía en nuestros tiempos, por difícil que parezca, de volver a imponer censuras y obligar de nuevo a aprender el catecismo y a ir a misa. Los fanáticos creen que Dios está siempre de su parte y por eso nunca dudan y se atreven a cualquier disparate, incluso a quitar la vida. Porque Dios es dueño de la vida y ellos trabajan para Dios.

  Esa ha sido, en el fondo, la filosofía de todos los muchos atropellos contra los derechos de la gente, que la Santa Madre Iglesia ha cometido a lo largo de los siglos. Dios dueño de todo; ella representante de Dios; luego ella dueña de todo. Esta filosofía güelfa fue llevada hasta sus últimas consecuencias políticas por algunos papas. Pero hoy ya le pasó su tiempo, a no ser que seamos tan ingenuos que nos dejemos imponer de nuevo la santidad por obligación.

  Nos da pena el ver la lambisconería fingida con que muchos periodistas tratan a los dignatarios eclesiásticos y la lambisconería sincera con que lo hacen muchos hombres públicos. Tanto a unos como a otros les parece que les va a ir mal si no actúan así. Les parece que pierden puntos o ante sus jefes o ante los votantes. El mito sigue teniendo fuerza.

  Pero ya va siendo hora de decir claramente que a España su nacional-catolicismo le ha hecho más mal que bien. En los manuales patrioteros que estudiábamos en las escuelas en mi niñez —y ojalá no siga sucediendo lo mismo— España era el baluarte del catolicismo y el catolicismo era el alma de España. Un mito más con el que nos emponzoñaron el alma por un buen tiempo. Sin embargo, la descarnada verdad es que, por culpa del catolicismo, España perdió en buena parte el tren del progreso. Nuestro integrismo nos hizo tomar la religión con demasiado ahínco, y en ella gastamos lo mejor de nuestras energías. Si nuestro catolicismo no hubiese sido tan cerril, no nos hubiésemos enzarzado en aquella salvajada digna de la Edad Media que se llamó Alzamiento Nacional. De ninguna manera disculpo las quemas de conventos, etc., que le precedieron, pero tampoco se puede disculpar el abandono de todo tipo en que estaban aquellos fanáticos incendiarios, después de siglos de cristianos gobiernos de «orden y de ley».

  Los pueblos europeos que obligadamente han tenido que practicar la convivencia entre diversos credos, aprendieron antes que nosotros, aunque también a fuerza de mucha sangre en siglos pasados, las ventajas de la tolerancia. Nuestro «catolicismo monolítico» nos perjudicó porque nos hizo intolerantes; y así, con este grave defecto, entramos en el siglo XX. Para colmo de males, los cuarenta años franco-católicos, con su castración mental, nos dejaron a la retaguardia de las naciones evolucionadas. Hoy, triste es decirlo, en las bibliografías de los libros de avanzada, apenas si se puede ver algún apellido español.

  Pero lo curioso es que ni en teología descollamos. Nuestra fidelidad a la doctrina, nos ha hecho anclarnos en el Concilio de Trento y en el Syllabus. El «que inventen ellos», los teólogos lo han traducido: «que sean ellos los que modernicen la fe: ¡nosotros firmes!».

  Si las jerarquías eclesiásticas se hubiesen preocupado más de enseñar a leer a los pobres y de ayudarles a buscarse su sustento y les hubiesen dicho a los ricos y a los políticos cuáles eran sus graves obligaciones con su dinero y su poder, y por otra parte se hubiesen preocupado menos de colaborar con el «Movimiento», la Iglesia hubiese cumplido mejor lo que Cristo le dejó dicho en el evangelio. En los últimos cuarenta años los españoles han estado hambrientos de justicia, y la jerarquía lo único que les dio fue catecismo.

  Y a los que me digan que aquella no era misión de la Iglesia, les diré que tampoco era su misión el hacer guerras, ni quemar mujeres, ni construir palacios y sin embargo ha hecho las tres cosas en abundancia. Pero por otro lado les recordaré las palabras de su jefe: «Venid a mí… porque tuve hambre y me disteis de comer y tuve sed y me disteis de beber» (Mt. 25,35).

  ¡Cómo le pesan ya a la Iglesia sobre las espaldas, sus dos mil años de edad! ¡Cuánta ceguera, cuánta decrepitud, cuánta falta de elasticidad! ¡Y cuánto fariseísmo!

  Todo esto que estoy diciendo de la Iglesia católica, se le puede aplicar de la misma manera al cristianismo en general. Sus odios internos y sus divisiones milenarias dan al traste con toda su credibilidad. ¿Quién puede creer en una religión que predicando el amor no es capaz de hacer que sus propios creyentes se amen? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando la paz tiene su historia entretejida de guerras? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando el respeto a la persona humana, ha obligado a creer, y ha destruido docenas de culturas? Y ¿quién puede creer en una religión que después de decir «no matarás» tiene sus entrañas llenas de cadáveres?

  Al mito cristiano se le ven las orejas. Sus innegables paralelos con muchos otros mitos nos hicieron sospechar que los arquetipos seguidos por el cristianismo, eran los mismos que los seguidos por otras religiones. Pero cuando nos asomamos a su historia y nos encontramos con las mismas contradicciones, con los mismos errores y con las mismas barbaridades que vemos en las historias de los «reinos de este mundo», nos convencemos de que estamos ante algo totalmente humano, aunque sus seguidores y sus fundadores hayan pensado que es completamente divino.

  «Digitus Dei non est hic»: Aquí no hay nada de divino. Aquí hay muchos dedos, y muchas manos y muchas mentes humanas construyendo a lo largo de los siglos esta mastodóntica institución llamada Iglesia cristiana, que en este momento amenaza ruina por todas partes.

  ¿Merece la pena proclamar fidelidad a una institución así? Por otro lado, ¿merece la pena el tomarse el trabajo de abjurar de una fe mítica, basada en las fabulaciones de unos cuantos doctrinarios? Creo que ninguna de las dos cosas merece la pena.

  Lo que sí merece la pena es vivir racionalmente, pensando que este bello planeta en que habitamos, tan amenazado por banqueros, políticos, militares e industriales irresponsables, es nuestro hogar, susceptible de ser perfeccionado y convertido en un paraíso.

  Lo que sí merece la pena es vivir con optimismo, en buena armonía con todos y disfrutando de las muchas cosas buenas que pueden estar a nuestro alcance, si en vez de hacernos la guerra, trabajamos por mejorar nuestra vidas. Gozar no es pecado, contrariamente a la subconsciente filosofía trágica de la vida que el cristianismo nos ha infiltrado. Gozar de la vida es una obligación que todo ser racional tiene, o de lo contrario, no tendría razón de ser toda la cantidad de cosas bellas que en ella podemos encontrar. Que sufran los fanáticos masoquistas que se empeñan en seguir credos absurdos dictados por algún visionario demente o manipulado por sabe Dios quién.

  Digamos que no, a todos los mitos religiosos, por muy arropados de divinidad que se nos presenten. Digamos que no, específicamente, al mito cristiano que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos ha impedido progresar. Abramos nuestra mente al Universo, al bien, a la justicia, al amor y a la belleza. Esta tiene que ser en el futuro la única religión de los seres humanos realmente racionales.


SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    Desde los años 1970 se ha dedicado a la investigación en el campo de la parapsicología, en especial del fenómeno ovni, y su relación con el fenómeno religioso y con la historia humana, habiendo publicado diversos libros al respecto, y fundando el Instituto Mexicano de Estudios del Fenómeno Paranormal, del cual presidió el Primer Gran Congreso Internacional organizado por dicha institución.
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#2

Soberbio.
Uno de los mejores textos que he leído.

miker

"No somos inspirados..pero somos profetas verdaderos!" (El Cuerpo Repugnante)
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#3

(27 Aug, 2019, 03:17 PM)miker escribió:  Soberbio.
Uno de los mejores textos que he leído.

miker

La similitud, con los que hemos pasado por allí es increíble, a mi me causo una gran felicidad leer esta experiencia, yo me siento así.

Saludos miker.
Responder
#4

Lo leí completo. Excelente, creo que muchos nos sentimos identificados.

Para quienes les interese leer el libro completo, @"DumsterDiver" ya lo había compartido anteriormente en EL CRISTIANISMO AL DESCUBIERTO. Se trata de "El cristianismo, un mito más", de Salvador Freixedo.

Ubi dubium ibi libertas (Donde hay dudas hay libertad)
"La verdad nunca teme ser examinada, la mentira sí."
[Imagen: Stargate-extj-gmail-com-icon.png]
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#5

ocus pocus...no me agrada salador Frixeido.. ah! ya lo habia dicho XDDDD

pero esta no se la sabian... no me agrada Humberto "Chumel" Torres... y sin embargo:




Si Lucifer fue capaz de incitar una rebelión en el cielo, eso significa celos, envidia y violencia en el cielo pese a prometerte un paraíso perfecto
[Imagen: 312554928-8634900413188542-2070329703511938974-n.jpg]
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#6

Esto es escrito por el forista? O sólo copiado y pegado de otra fuente?
Responder
#7

(28 Aug, 2019, 11:46 PM)cyberjesus escribió:  Esto es escrito por el forista? O sólo copiado y pegado de otra fuente?

no puedo creer que haya tal incapacidad de comprensión lectora...

claramente afirma que fue un escrito de Salvador Freixedo.

si es sobre lo que yo mismo he escrito, es un texto puro de fidencio, incluidas estas notas.

Si Lucifer fue capaz de incitar una rebelión en el cielo, eso significa celos, envidia y violencia en el cielo pese a prometerte un paraíso perfecto
[Imagen: 312554928-8634900413188542-2070329703511938974-n.jpg]
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#8

(28 Aug, 2019, 11:59 PM)JoseFidencioR escribió:  
(28 Aug, 2019, 11:46 PM)cyberjesus escribió:  Esto es escrito por el forista? O sólo copiado y pegado de otra fuente?

no puedo creer que haya tal incapacidad de comprensión lectora...

claramente afirma que fue un escrito de Salvador Freixedo.

si es sobre lo que yo mismo he escrito, es un texto puro de fidencio, incluidas estas notas.
asi es que aparte de. moderator/editor/censurador/doctor/ y psiquico tambien es critico... person por la estupida pregunta pero algunos de nosotros iletrados y del vulgo no sabemos difsrenciar entre in titulo personal y uno copiado y pegado.
Responder
#9

lo que pasa es que hirieron los sentimentos de los copia/pega ctrl+c ctrl+v o de el sacerdote principal.
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#10

Bien mirado cuando una persona deja de creer en una religion y adopta otro sistema de creencias
deberia entenderse como que ha superado un nuevo peldaño espiritual.
Como si hubiera aprobado una materia y ahora pasa a la siguiente.
Digo, me parece.

Como nuestra amada madre Jw.org dice, esto no deberia ser un problema:

"Aunque la Biblia distingue claramente entre las enseñanzas verdaderas y las falsas,
Dios otorga a cada persona la libertad de escoger (Deuteronomio 30:19, 20).
No se debe obligar a nadie a adorar a Dios de una manera que le resulte inadmisible,
ni hacerle escoger entre sus creencias o la familia."
https://wol.jw.org/es/wol/d/r4/lp-s/102009251#h=14

Mateo 23:2
«Los maestros de la ley y los fariseos tienen la responsabilidad de interpretar a Moisés.[a]
3 Así que ustedes deben obedecerlos y hacer todo lo que les digan.
Pero no hagan lo que hacen ellos, porque no practican lo que predican.
Responder
#11

(27 Aug, 2019, 12:58 PM)DumsterDiver escribió:  Tengo cuando, esto escribo, 63 años de edad; hace 33 años que fui ordenado sacerdote, y he cruzado el Atlántico 69 veces. Tanto camino recorrido, me da derecho para enjuiciar con algún peso esta cosa misteriosa que llamamos vida, y este fenómeno psicosocial que se llama religión.

  Mirando hoy retrospectivamente mi vida, me asombro de cómo pude haber estado tantos años —30 exactamente— en el seno de una Orden religiosa, admitiendo creencias que hoy me parecen totalmente increíbles, y practicando cosas que hoy me parecen absurdas. Y me pregunto ¿cómo es posible que estuviese tanto tiempo ciego?; ¿cómo es posible que mi mente estuviese tan drogada y que tragase tanto sin masticar? La contestación, de la que ya he hablado en otros lugares, está esbozada en las mismas preguntas: estaba endrogado y tragaba sin masticar. La educación primera que uno recibe (ideas, gustos, lenguaje, costumbres), buena o mala, se convierte en una droga que nos acompaña por toda la vida. Nos hacemos «adictos» a la tradición. A los esquimales les gusta la carne cruda de foca, los uruatis amazónicos devoran unos enormes y repugnantes gusanos negros y ciertos pueblos orientales se regodean con una salsa de pescado podrido. Se lo dieron a comer cuando aún no tenían uso de razón y veían cómo sus padres se relamían de gusto. Y se hicieron adictos.

  Por eso lector, si tienes hijos pequeños, no cometas el error, por seguir la tradición y por no buscarte problemas, de dejar que te los intoxique la sociedad con ciertos «usos» mentales o materiales, que ya están en franca decadencia y que luego les va a costar mucho trabajo liberarse de ellos. A mí me ha costado casi veinte años el sacudirme de la mente ciertos miedos y complejos que me tenían aprisionado.

  Lejos de mí el maldecir a los que me infiltraron en el alma tales creencias o costumbres. Ellos eran, a su vez, víctimas de lo mismo. Pero se fueron al otro mundo en épocas en que todavía se podía convivir con ellas, y por eso no sintieron el dolor mordiente de la duda, ni tuvieron que tomar drásticas resoluciones en sus vidas. En el más allá, en el que creo firmemente, verían nada más llegar, que todas sus ideas de aquello eran puras niñerías. Nosotros en ese particular, hemos evolucionado, y por eso comenzamos por afirmar que del más allá, apenas si sabemos que existe. Ellos creían a pies juntillas lo que la Iglesia ha dicho siempre; y la Iglesia ha dicho y sigue diciendo muchas tonterías con relación al más allá.

  Y vuelvo a mi pregunta anterior: ¿cómo es posible que haya podido estar tantos años creyendo cosas que hoy considero totalmente increíbles? Fue posible porque la religión no se piensa, la religión se siente. Eso dicen los fanáticos. Y desgraciadamente es verdad. Y por eso hay tantos fanáticos.

  En la historia de las religiones nos encontramos con mucha frecuencia con que los que pensaban con su cabeza eran sacados del medio violentamente. Pensar con la propia cabeza es un deporte peligroso en el seno de las religiones. Por eso nos decían en el catecismo que «doctores tiene la Santa Iglesia que lo sabrán responder». A lo largo de este libro hemos visto, en varias ocasiones, a hombres que iban a la hoguera invocando a Jesucristo, y los que encendían la hoguera eran precisamente los representantes oficiales de Jesucristo. Pero sus ideas religiosas eran algo diferentes y el choque de ambos fanatismos convertía en cenizas a uno de los discrepantes.

  ¡Qué funesto ha resultado a lo largo de los siglos el lema de los doctrinarios de todas las religiones!: «¡Cree! ¡No pienses!». A base de no pensar, hemos llegado a creer monstruosidades. Y lo malo es que muchos hombres y mujeres, a fuerza de no pensar, las siguen creyendo y se las siguen queriendo imponer a sus hijos.

  ¿Cómo es posible que yo haya estado tantos años comulgando con ruedas de molino? Otra de las causas que contribuyó a ello, fue lo que yo llamo «el miedo sacro». La Iglesia y sus doctrinarios, con el inconsciente deseo de manipular y subyugar las conciencias, nos han llenado el alma de miedos. Y el miedo, no solo no nos deja pensar, sino que nos impide rebelarnos cuando, por una razón u otra, descubrimos el error de nuestras creencias. El «más allá» del cristianismo —y los protestantes en esto son aún peor que los católicos— es aterrador. El infierno cristiano, que es solo fruto de mentes enfermizas, pende como una espada amenazadora encima de nuestras cabezas y nos impide tomar decisiones trascendentales. Si el miedo, según algunos, es lo que llevó al hombre a la religión, el miedo es lo que le impide zafarse de las garras de la religión. Creemos por miedo, y no dejamos de creer también por miedo. El miedo instintivo es una defensa natural en el niño, que lo libra de muchos peligros. Pero el miedo instintivo en un adulto es una vergüenza. Es una señal de que no ha evolucionado.

  Mi rebelión contra muchas de las creencias del cristianismo no fue repentina. Sucedió en mí lentamente lo que yo pretendo hacer de una manera rápida con este libro. En él le presento al lector una vista panorámica de la dogmática del cristianismo, y otra de su historia, y trato de hacer que contraste ambas visiones. De un lado lo que la Iglesia dice y predica, y de otro lo que han sido en la realidad todas estas teorías; y de una manera particular me he fijado en cómo las han llevado a la práctica los que se supone que deberían haber sido ejemplo para todos los cristianos. Además he contrastado las creencias cristianas con las de otras religiones más antiguas para que el lector sacase sus consecuencias.

  Yo no tuve tanta suerte. A mí no me dieron visiones totales de la historia de la Iglesia, sino que únicamente me presentaban, ya prejuiciados, los aspectos positivos de ella; y cuando necesariamente aparecía alguno negativo, ya venía con la solución y la explicación aparejada.

  Es cierto que cuando estudié la dogmática cristiana, debí haber tenido un espíritu más crítico y haber descubierto mucho antes toda la vaciedad de tantas doctrinas sin sentido. Pero, como ya he dicho, mi sentimiento estaba endrogado: era mi Iglesia y era la religión de mis padres; yo no tenía derecho a cuestionarla y por eso ni se me ocurría hacerlo. Mi mente la aplicaba, no a analizar el alimento que le daban a mi espíritu, sino a prepararme para transmitirlo yo a otros de la mejor manera posible. Por eso estuve tanto tiempo comulgando con ruedas de molino.

  Mi rebelión sucedió paulatinamente, porque yo comencé a enjuiciar no la historia total de la Iglesia, sino el pequeño entorno eclesiástico en que me movía, y a contrastarlo con lo que se me había enseñado, en cuanto al amor del prójimo, a la práctica real del desprendimiento de las cosas de este mundo, a la humildad, la castidad, la justicia, la pobreza, etc. Y vi que la teoría de los jerarcas andaba por un lado, pero las obras andaban por otro.

  Y finalmente me pasó lo que le va a pasar a la torre de Pisa: que lleva varios siglos cayéndose, hasta que en un mes se va a inclinar tanto como en cien años y en un solo segundo se va a ira tierra. Las ideas fueron acelerándose dentro de mí, hasta que en un momento sentí que algo que hacía tiempo crujía en mi alma, se derrumbaba estrepitosamente.

  Sin tener visiones —Dios me libre de ellas—, ni oír voces, ni sentir ninguna iluminación interna, mi mente comenzó a ver claro, hasta que lo vi todo con una claridad meridiana. La falsedad de las religiones paganas me ayudó a ver claramente la falsedad de la mía. Lo absurdo de sus creencias se identificó con la absurdez de las mías. Y por otro lado, los valores profundos e innegables que también encierra el cristianismo, me ayudaron a comprender todo lo que hay de santo y de respetable en las creencias paganas de otros pueblos.

  Algún buen teólogo ha dicho que el cristianismo no es un humanismo. Esa es la desgracia del cristianismo: que se ha deshumanizado. Ojalá el cristianismo se hubiera olvidado un poco de sus teorías dogmáticas y no hubiese perdido el tiempo discutiendo sobre los futuros contingentes y otros alambicamientos por el estilo; ojalá que hubiese comprendido el sentido de la frase repetida por Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificios», que podría traducirse: «menos teorías y más obras», «menos definiciones dogmáticas y más amor al prójimo», «menos hogueras y más tolerancia», «menos maridaje con los grandes de este mundo y más preocupación por los problemas del pueblo».

  Perdóname lector si he entrado en este capítulo final con un tono demasiado autobiográfico. Pero siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna, y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a mis creencias.

  Yo sé que mientras se es joven y sobre todo cuando se tiene buena salud, el problema del más allá es algo que suena como una tormenta lejana cuando se está a buen cobijo. Y más en estos tiempos, cuando el desprestigio de la religión ha alcanzado entre los jóvenes sus niveles más altos. Pero de otra parte, también es cierto que a medida que pasan los años, sobre todo en aquellas personas que fueron contagiadas con el virus religioso en su infancia, la preocupación hacia el más allá aumenta, llegando a convertirse en una fuente de pesadumbre en las vidas de muchos. A esta gente es a la que quisiera dirigirme especialmente.

  Los que no tengan preocupación alguna acerca del más allá, o hayan encontrado algún tinglado mental para explicarse el misterio de la vida, ¡adelante!, porque su explicación no es menos válida que las retorcidas, insensatas y plúmbeas explicaciones que dan los teólogos de todas las religiones. La única gran verdad es que de lo que pasa tras esta vida nadie sabe nada. Y los que dogmatizan sobre ello, sea hablando del cielo, del infierno, de la nada o de la reencarnación, no hacen más que fabular, o repetir como loros lo que les dijo su gurú, que a su vez repetía lo que le dijo el suyo.

  Pero los que temen, en virtud del veneno dogmático que de niños les inyectaron, deberían reflexionar un poco, teniendo en cuenta todo lo que han leído en los pasados capítulos.

  Lo primero que tendrán que hacer será liberar su mente de toda atadura dogmática y rechazar positivamente las ideas que acerca del más allá les ha insuflado el cristianismo. Y tan importante como esto es limpiar su idea de Dios, que el cristianismo se ha dedicado a envenenar durante siglos inventándole toda suerte de calumnias. Mientras creamos en un Dios con ira, no podremos tener una idea optimista de esta vida, y menos aún de la otra.

  Eso que la mayoría de los hombres llama Dios y que empequeñece de mil maneras personalizándolo y «cosificándolo», tiene que ser infinitamente mejor de como nos dice la Iglesia. Esta se ha arrogado el derecho de ser su única conocedora y representante, y es hora de que le discutamos ese derecho, del que tanto ha abusado a lo largo del tiempo.

  A la luz de todo lo que hemos presentado en este libro, ¿con qué fuerza la Iglesia o la teología cristiana se atreven a hablar de nada, cuando sus obras les están negando capacidad moral para hacerlo? «Por sus frutos los conoceréis» y por sus frutos las hemos conocido.

  Es cierto que también tienen frutos buenos, al igual que un enfermo tiene muchas partes de su cuerpo sanas. Pero a la Iglesia, según la idea que ella nos da de sí misma, tenemos derecho a exigirle mucho más. Tenemos derecho a exigírselo todo, en cuanto a santidad y perfección, lo mismo que ella exigía total obediencia a sus enseñanzas y mandatos, basada en que eran mandatos y enseñanzas de Dios. ¿De quién son entonces los enormes defectos que vemos en la Iglesia? ¿Serán también de Dios? Lógicamente a Él tendríamos que achacárselos, y esta es una de las malas consecuencias de manipular tanto el nombre de Dios. No se puede usar, para imponer unas cosas, y esconderlo para no hacerlo responsable de otras.

  A quien no conozca la historia de la Iglesia, podrá parecerle que exageramos cuando hablamos de los malos frutos que ella ha producido en sus dos mil años de historia. Pero, tú lector, si después de las breves muestras que has leído todavía sigues pensando en la santidad y venerabilidad de la Iglesia como institución, y del cristianismo como cuerpo de doctrina, mereces seguir aprisionado en sus tentáculos, y lo primero que tendrás que hacer será aprender a indignarte.

  Yo no me indigno contra las personas, cuando estas, obrando de buena fe, mantienen principios en los que no creo; ni contra los que defendiendo posiciones ideológicas que aborrezco, son al igual que lo fui yo, víctimas de errores tradicionales. Pero sí me indigno contra la institución y le hago frente, cuando veo que quiere seguir perpetuando un error del que la mayoría de sus ministros aún no han caído en la cuenta.

  Me indigno cuando veo que quiere conservar sus viejos e injustos privilegios. Me indigno cuando la veo manipulando las conciencias de los débiles, tal como ha hecho por siglos, con el apoyo de los poderes públicos. Acuérdese el lector cuando, en páginas anteriores, la veíamos pedir ayuda al «brazo secular» para que le quemase a sus «herejes».

  Me indigno cuando la veo exigir «tiempos iguales» en los medios de comunicación del Estado, cuando ella no concedía ni un minuto a los que discrepaban, y hasta le decía al Estado a quiénes no debería permitir hablar. Y me indigno cuando la veo exigir cínicamente «libertad de enseñanza», como si la libertad de que ella goza ahora para intoxicar las mentes de los niños, no fuese muy superior a la que ella otorgó cuando tenía poder e influencia.

  Aunque parezca lo contrario, no tengo ningún resentimiento. Lo que tengo es una vieja sed de justicia que corre por las venas de miles de cristianos y excristianos a los que nunca se les ha permitido protestar de los abusos a que sus mentes y conciencias fueron sometidas. Lo que tengo es una enorme gana de gritar, en nombre de los cientos de miles de presos, de torturados y de muertos, víctimas de la intolerancia de los feroces discípulos de aquel pobre hombre que murió en la cruz. ¡Qué tortura más grande tiene que haber sido para muchos fervientes cristianos que se pudrieron en cárceles o que se abrasaron en las llamas, el no poder entender por qué los representantes de Cristo, a quien ellos amaban, se portaban de aquella manera con ellos! Seguramente, remedando a su jefe, muchos de ellos habrán repetido machaconamente en la soledad de su mazmorra o camino del cadalso: «¡Cristo! ¿Por qué me has desamparado?».

  Yo recurro otra vez a mi condición de sacerdote y con todo el ímpetu de mi alma me rebelo contra los falsos pastores que a lo largo de la historia veo «apacentándose a sí mismos» y regodeándose en sus necias pompas. Me rebelo contra sus injusticias, contra sus abusos de los débiles, contra su cinismo, contra su soberbia. Y me rebelo también contra su hueca e infantil teología que no sirve para nada, como no sea para entontecer la mente o para hacer fanáticos.

  La auténtica teología es la que se basa en el hombre, y está hecha por el hombre y dirigida al hombre, considerado este como criatura racional de Dios. Los teólogos, de tanto disparatar acerca de Dios, se han olvidado del hombre y lo han convertido en un guiñapo. Como su Dios es un Dios humanizado, han cometido la felonía de empequeñecer al hombre, para que su Dios luciese más grande y más fuerte. Pero el destripador de amorreos, del Pentateuco, no tiene compostura, por mucho que le echen cualidades y por mucho que acomplejen al hombre llamándole pecador por naturaleza y haciéndolo entrar en el mundo ya con un pecado a cuestas.

  Contra esta estúpida y mítica teología es contra lo que me rebelo y me dan una inmensa pena los ingenuos que siguen predicándola de buena fe. Los comprendo, porque yo estuve en el mismo error y tuve la misma buena fe muchos años. Pero creo que hoy es mi obligación decir estas cosas para ayudar a muchos a salir de su letargo.

  Sé de sobra que algunas personas amigas, leerán con terror estas líneas temiendo por mi eterna condenación. Las pobres no saben que es imposible condenarse cuando no hay infierno. Y me dan también pena las que con frecuencia me dicen: «¿Cómo es posible que siendo Ud. sacerdote diga semejantes cosas?». Pues las digo, y con una tranquilidad de conciencia y una alegría de espíritu muy superior a cuando tenía que hablar de las «verdades eternas» en los Ejercicios Espirituales de mi ex-Santo Padre Ignacio de Loyola.

  Hoy puedo decir con toda tranquilidad que, gracias a Dios, he perdido mi fe. Mi fe en las mogigaterías que me enseñaron acerca de Él, los pobrecitos que se limitaban a repetir las mogigaterías que a ellos les habían enseñado. Pero tengo fe en el Universo, en la naturaleza, en el amor, en la vida, y en los hombres y mujeres buenos. Y tengo también fe en mí mismo, a pesar de todos los complejos que los doctrinarios cristianos me han echado arriba, de que soy pecador; de que no puedo vivir en gracia sin una ayuda especial de Dios; de que tengo que hacer o creer esto o lo otro, porque si no, me condeno; de que la muerte es la consecuencia del pecado y de que este mundo es un valle de lágrimas. Pues bien, a pesar de todas estas pamplinas teológicas, sigo creyendo en mí y sigo pensando que «tengo derecho a estar donde estoy» sin que nadie haya de venir a regalarme salvaciones ni redenciones. Nunca me he vendido a nadie y por eso no necesito que nadie me redima.

  ¿Qué haremos, pues, con el mito cristiano? Dejarlo tranquilo, porque él se está muriendo solito. Se está muriendo a gran velocidad en las almas de los jóvenes, aunque todavía coletea en las de los adultos, porque ya no pueden vencer la vieja adicción que arrastran desde la infancia. Pero a lo que hay que estar muy atento es a que no vuelva a rebrotar. El mismo fanatismo que en nombre de Dios cortó cabezas y encendió hogueras, es capaz todavía en nuestros tiempos, por difícil que parezca, de volver a imponer censuras y obligar de nuevo a aprender el catecismo y a ir a misa. Los fanáticos creen que Dios está siempre de su parte y por eso nunca dudan y se atreven a cualquier disparate, incluso a quitar la vida. Porque Dios es dueño de la vida y ellos trabajan para Dios.

  Esa ha sido, en el fondo, la filosofía de todos los muchos atropellos contra los derechos de la gente, que la Santa Madre Iglesia ha cometido a lo largo de los siglos. Dios dueño de todo; ella representante de Dios; luego ella dueña de todo. Esta filosofía güelfa fue llevada hasta sus últimas consecuencias políticas por algunos papas. Pero hoy ya le pasó su tiempo, a no ser que seamos tan ingenuos que nos dejemos imponer de nuevo la santidad por obligación.

  Nos da pena el ver la lambisconería fingida con que muchos periodistas tratan a los dignatarios eclesiásticos y la lambisconería sincera con que lo hacen muchos hombres públicos. Tanto a unos como a otros les parece que les va a ir mal si no actúan así. Les parece que pierden puntos o ante sus jefes o ante los votantes. El mito sigue teniendo fuerza.

  Pero ya va siendo hora de decir claramente que a España su nacional-catolicismo le ha hecho más mal que bien. En los manuales patrioteros que estudiábamos en las escuelas en mi niñez —y ojalá no siga sucediendo lo mismo— España era el baluarte del catolicismo y el catolicismo era el alma de España. Un mito más con el que nos emponzoñaron el alma por un buen tiempo. Sin embargo, la descarnada verdad es que, por culpa del catolicismo, España perdió en buena parte el tren del progreso. Nuestro integrismo nos hizo tomar la religión con demasiado ahínco, y en ella gastamos lo mejor de nuestras energías. Si nuestro catolicismo no hubiese sido tan cerril, no nos hubiésemos enzarzado en aquella salvajada digna de la Edad Media que se llamó Alzamiento Nacional. De ninguna manera disculpo las quemas de conventos, etc., que le precedieron, pero tampoco se puede disculpar el abandono de todo tipo en que estaban aquellos fanáticos incendiarios, después de siglos de cristianos gobiernos de «orden y de ley».

  Los pueblos europeos que obligadamente han tenido que practicar la convivencia entre diversos credos, aprendieron antes que nosotros, aunque también a fuerza de mucha sangre en siglos pasados, las ventajas de la tolerancia. Nuestro «catolicismo monolítico» nos perjudicó porque nos hizo intolerantes; y así, con este grave defecto, entramos en el siglo XX. Para colmo de males, los cuarenta años franco-católicos, con su castración mental, nos dejaron a la retaguardia de las naciones evolucionadas. Hoy, triste es decirlo, en las bibliografías de los libros de avanzada, apenas si se puede ver algún apellido español.

  Pero lo curioso es que ni en teología descollamos. Nuestra fidelidad a la doctrina, nos ha hecho anclarnos en el Concilio de Trento y en el Syllabus. El «que inventen ellos», los teólogos lo han traducido: «que sean ellos los que modernicen la fe: ¡nosotros firmes!».

  Si las jerarquías eclesiásticas se hubiesen preocupado más de enseñar a leer a los pobres y de ayudarles a buscarse su sustento y les hubiesen dicho a los ricos y a los políticos cuáles eran sus graves obligaciones con su dinero y su poder, y por otra parte se hubiesen preocupado menos de colaborar con el «Movimiento», la Iglesia hubiese cumplido mejor lo que Cristo le dejó dicho en el evangelio. En los últimos cuarenta años los españoles han estado hambrientos de justicia, y la jerarquía lo único que les dio fue catecismo.

  Y a los que me digan que aquella no era misión de la Iglesia, les diré que tampoco era su misión el hacer guerras, ni quemar mujeres, ni construir palacios y sin embargo ha hecho las tres cosas en abundancia. Pero por otro lado les recordaré las palabras de su jefe: «Venid a mí… porque tuve hambre y me disteis de comer y tuve sed y me disteis de beber» (Mt. 25,35).

  ¡Cómo le pesan ya a la Iglesia sobre las espaldas, sus dos mil años de edad! ¡Cuánta ceguera, cuánta decrepitud, cuánta falta de elasticidad! ¡Y cuánto fariseísmo!

  Todo esto que estoy diciendo de la Iglesia católica, se le puede aplicar de la misma manera al cristianismo en general. Sus odios internos y sus divisiones milenarias dan al traste con toda su credibilidad. ¿Quién puede creer en una religión que predicando el amor no es capaz de hacer que sus propios creyentes se amen? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando la paz tiene su historia entretejida de guerras? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando el respeto a la persona humana, ha obligado a creer, y ha destruido docenas de culturas? Y ¿quién puede creer en una religión que después de decir «no matarás» tiene sus entrañas llenas de cadáveres?

  Al mito cristiano se le ven las orejas. Sus innegables paralelos con muchos otros mitos nos hicieron sospechar que los arquetipos seguidos por el cristianismo, eran los mismos que los seguidos por otras religiones. Pero cuando nos asomamos a su historia y nos encontramos con las mismas contradicciones, con los mismos errores y con las mismas barbaridades que vemos en las historias de los «reinos de este mundo», nos convencemos de que estamos ante algo totalmente humano, aunque sus seguidores y sus fundadores hayan pensado que es completamente divino.

  «Digitus Dei non est hic»: Aquí no hay nada de divino. Aquí hay muchos dedos, y muchas manos y muchas mentes humanas construyendo a lo largo de los siglos esta mastodóntica institución llamada Iglesia cristiana, que en este momento amenaza ruina por todas partes.

  ¿Merece la pena proclamar fidelidad a una institución así? Por otro lado, ¿merece la pena el tomarse el trabajo de abjurar de una fe mítica, basada en las fabulaciones de unos cuantos doctrinarios? Creo que ninguna de las dos cosas merece la pena.

  Lo que sí merece la pena es vivir racionalmente, pensando que este bello planeta en que habitamos, tan amenazado por banqueros, políticos, militares e industriales irresponsables, es nuestro hogar, susceptible de ser perfeccionado y convertido en un paraíso.

  Lo que sí merece la pena es vivir con optimismo, en buena armonía con todos y disfrutando de las muchas cosas buenas que pueden estar a nuestro alcance, si en vez de hacernos la guerra, trabajamos por mejorar nuestra vidas. Gozar no es pecado, contrariamente a la subconsciente filosofía trágica de la vida que el cristianismo nos ha infiltrado. Gozar de la vida es una obligación que todo ser racional tiene, o de lo contrario, no tendría razón de ser toda la cantidad de cosas bellas que en ella podemos encontrar. Que sufran los fanáticos masoquistas que se empeñan en seguir credos absurdos dictados por algún visionario demente o manipulado por sabe Dios quién.

  Digamos que no, a todos los mitos religiosos, por muy arropados de divinidad que se nos presenten. Digamos que no, específicamente, al mito cristiano que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos ha impedido progresar. Abramos nuestra mente al Universo, al bien, a la justicia, al amor y a la belleza. Esta tiene que ser en el futuro la única religión de los seres humanos realmente racionales.


SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    Desde los años 1970 se ha dedicado a la investigación en el campo de la parapsicología, en especial del fenómeno ovni, y su relación con el fenómeno religioso y con la historia humana, habiendo publicado diversos libros al respecto, y fundando el Instituto Mexicano de Estudios del Fenómeno Paranormal, del cual presidió el Primer Gran Congreso Internacional organizado por dicha institución.

Exelente Artículo Camarada, Dumster Diver.
Yo he tendido la oportunidad de leer el libro " Defendamosmos de lls Dioses ", de este gran autor, y puedo decir que no tiene desperdicio. Lo Recomiendo a cualquiera que no este contento con la secta JW.
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#12

(29 Aug, 2019, 06:51 AM)plinio el joven escribió:  
(27 Aug, 2019, 12:58 PM)DumsterDiver escribió:  Tengo cuando, esto escribo, 63 años de edad; hace 33 años que fui ordenado sacerdote, y he cruzado el Atlántico 69 veces. Tanto camino recorrido, me da derecho para enjuiciar con algún peso esta cosa misteriosa que llamamos vida, y este fenómeno psicosocial que se llama religión.

  Mirando hoy retrospectivamente mi vida, me asombro de cómo pude haber estado tantos años —30 exactamente— en el seno de una Orden religiosa, admitiendo creencias que hoy me parecen totalmente increíbles, y practicando cosas que hoy me parecen absurdas. Y me pregunto ¿cómo es posible que estuviese tanto tiempo ciego?; ¿cómo es posible que mi mente estuviese tan drogada y que tragase tanto sin masticar? La contestación, de la que ya he hablado en otros lugares, está esbozada en las mismas preguntas: estaba endrogado y tragaba sin masticar. La educación primera que uno recibe (ideas, gustos, lenguaje, costumbres), buena o mala, se convierte en una droga que nos acompaña por toda la vida. Nos hacemos «adictos» a la tradición. A los esquimales les gusta la carne cruda de foca, los uruatis amazónicos devoran unos enormes y repugnantes gusanos negros y ciertos pueblos orientales se regodean con una salsa de pescado podrido. Se lo dieron a comer cuando aún no tenían uso de razón y veían cómo sus padres se relamían de gusto. Y se hicieron adictos.

  Por eso lector, si tienes hijos pequeños, no cometas el error, por seguir la tradición y por no buscarte problemas, de dejar que te los intoxique la sociedad con ciertos «usos» mentales o materiales, que ya están en franca decadencia y que luego les va a costar mucho trabajo liberarse de ellos. A mí me ha costado casi veinte años el sacudirme de la mente ciertos miedos y complejos que me tenían aprisionado.

  Lejos de mí el maldecir a los que me infiltraron en el alma tales creencias o costumbres. Ellos eran, a su vez, víctimas de lo mismo. Pero se fueron al otro mundo en épocas en que todavía se podía convivir con ellas, y por eso no sintieron el dolor mordiente de la duda, ni tuvieron que tomar drásticas resoluciones en sus vidas. En el más allá, en el que creo firmemente, verían nada más llegar, que todas sus ideas de aquello eran puras niñerías. Nosotros en ese particular, hemos evolucionado, y por eso comenzamos por afirmar que del más allá, apenas si sabemos que existe. Ellos creían a pies juntillas lo que la Iglesia ha dicho siempre; y la Iglesia ha dicho y sigue diciendo muchas tonterías con relación al más allá.

  Y vuelvo a mi pregunta anterior: ¿cómo es posible que haya podido estar tantos años creyendo cosas que hoy considero totalmente increíbles? Fue posible porque la religión no se piensa, la religión se siente. Eso dicen los fanáticos. Y desgraciadamente es verdad. Y por eso hay tantos fanáticos.

  En la historia de las religiones nos encontramos con mucha frecuencia con que los que pensaban con su cabeza eran sacados del medio violentamente. Pensar con la propia cabeza es un deporte peligroso en el seno de las religiones. Por eso nos decían en el catecismo que «doctores tiene la Santa Iglesia que lo sabrán responder». A lo largo de este libro hemos visto, en varias ocasiones, a hombres que iban a la hoguera invocando a Jesucristo, y los que encendían la hoguera eran precisamente los representantes oficiales de Jesucristo. Pero sus ideas religiosas eran algo diferentes y el choque de ambos fanatismos convertía en cenizas a uno de los discrepantes.

  ¡Qué funesto ha resultado a lo largo de los siglos el lema de los doctrinarios de todas las religiones!: «¡Cree! ¡No pienses!». A base de no pensar, hemos llegado a creer monstruosidades. Y lo malo es que muchos hombres y mujeres, a fuerza de no pensar, las siguen creyendo y se las siguen queriendo imponer a sus hijos.

  ¿Cómo es posible que yo haya estado tantos años comulgando con ruedas de molino? Otra de las causas que contribuyó a ello, fue lo que yo llamo «el miedo sacro». La Iglesia y sus doctrinarios, con el inconsciente deseo de manipular y subyugar las conciencias, nos han llenado el alma de miedos. Y el miedo, no solo no nos deja pensar, sino que nos impide rebelarnos cuando, por una razón u otra, descubrimos el error de nuestras creencias. El «más allá» del cristianismo —y los protestantes en esto son aún peor que los católicos— es aterrador. El infierno cristiano, que es solo fruto de mentes enfermizas, pende como una espada amenazadora encima de nuestras cabezas y nos impide tomar decisiones trascendentales. Si el miedo, según algunos, es lo que llevó al hombre a la religión, el miedo es lo que le impide zafarse de las garras de la religión. Creemos por miedo, y no dejamos de creer también por miedo. El miedo instintivo es una defensa natural en el niño, que lo libra de muchos peligros. Pero el miedo instintivo en un adulto es una vergüenza. Es una señal de que no ha evolucionado.

  Mi rebelión contra muchas de las creencias del cristianismo no fue repentina. Sucedió en mí lentamente lo que yo pretendo hacer de una manera rápida con este libro. En él le presento al lector una vista panorámica de la dogmática del cristianismo, y otra de su historia, y trato de hacer que contraste ambas visiones. De un lado lo que la Iglesia dice y predica, y de otro lo que han sido en la realidad todas estas teorías; y de una manera particular me he fijado en cómo las han llevado a la práctica los que se supone que deberían haber sido ejemplo para todos los cristianos. Además he contrastado las creencias cristianas con las de otras religiones más antiguas para que el lector sacase sus consecuencias.

  Yo no tuve tanta suerte. A mí no me dieron visiones totales de la historia de la Iglesia, sino que únicamente me presentaban, ya prejuiciados, los aspectos positivos de ella; y cuando necesariamente aparecía alguno negativo, ya venía con la solución y la explicación aparejada.

  Es cierto que cuando estudié la dogmática cristiana, debí haber tenido un espíritu más crítico y haber descubierto mucho antes toda la vaciedad de tantas doctrinas sin sentido. Pero, como ya he dicho, mi sentimiento estaba endrogado: era mi Iglesia y era la religión de mis padres; yo no tenía derecho a cuestionarla y por eso ni se me ocurría hacerlo. Mi mente la aplicaba, no a analizar el alimento que le daban a mi espíritu, sino a prepararme para transmitirlo yo a otros de la mejor manera posible. Por eso estuve tanto tiempo comulgando con ruedas de molino.

  Mi rebelión sucedió paulatinamente, porque yo comencé a enjuiciar no la historia total de la Iglesia, sino el pequeño entorno eclesiástico en que me movía, y a contrastarlo con lo que se me había enseñado, en cuanto al amor del prójimo, a la práctica real del desprendimiento de las cosas de este mundo, a la humildad, la castidad, la justicia, la pobreza, etc. Y vi que la teoría de los jerarcas andaba por un lado, pero las obras andaban por otro.

  Y finalmente me pasó lo que le va a pasar a la torre de Pisa: que lleva varios siglos cayéndose, hasta que en un mes se va a inclinar tanto como en cien años y en un solo segundo se va a ira tierra. Las ideas fueron acelerándose dentro de mí, hasta que en un momento sentí que algo que hacía tiempo crujía en mi alma, se derrumbaba estrepitosamente.

  Sin tener visiones —Dios me libre de ellas—, ni oír voces, ni sentir ninguna iluminación interna, mi mente comenzó a ver claro, hasta que lo vi todo con una claridad meridiana. La falsedad de las religiones paganas me ayudó a ver claramente la falsedad de la mía. Lo absurdo de sus creencias se identificó con la absurdez de las mías. Y por otro lado, los valores profundos e innegables que también encierra el cristianismo, me ayudaron a comprender todo lo que hay de santo y de respetable en las creencias paganas de otros pueblos.

  Algún buen teólogo ha dicho que el cristianismo no es un humanismo. Esa es la desgracia del cristianismo: que se ha deshumanizado. Ojalá el cristianismo se hubiera olvidado un poco de sus teorías dogmáticas y no hubiese perdido el tiempo discutiendo sobre los futuros contingentes y otros alambicamientos por el estilo; ojalá que hubiese comprendido el sentido de la frase repetida por Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificios», que podría traducirse: «menos teorías y más obras», «menos definiciones dogmáticas y más amor al prójimo», «menos hogueras y más tolerancia», «menos maridaje con los grandes de este mundo y más preocupación por los problemas del pueblo».

  Perdóname lector si he entrado en este capítulo final con un tono demasiado autobiográfico. Pero siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna, y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a mis creencias.

  Yo sé que mientras se es joven y sobre todo cuando se tiene buena salud, el problema del más allá es algo que suena como una tormenta lejana cuando se está a buen cobijo. Y más en estos tiempos, cuando el desprestigio de la religión ha alcanzado entre los jóvenes sus niveles más altos. Pero de otra parte, también es cierto que a medida que pasan los años, sobre todo en aquellas personas que fueron contagiadas con el virus religioso en su infancia, la preocupación hacia el más allá aumenta, llegando a convertirse en una fuente de pesadumbre en las vidas de muchos. A esta gente es a la que quisiera dirigirme especialmente.

  Los que no tengan preocupación alguna acerca del más allá, o hayan encontrado algún tinglado mental para explicarse el misterio de la vida, ¡adelante!, porque su explicación no es menos válida que las retorcidas, insensatas y plúmbeas explicaciones que dan los teólogos de todas las religiones. La única gran verdad es que de lo que pasa tras esta vida nadie sabe nada. Y los que dogmatizan sobre ello, sea hablando del cielo, del infierno, de la nada o de la reencarnación, no hacen más que fabular, o repetir como loros lo que les dijo su gurú, que a su vez repetía lo que le dijo el suyo.

  Pero los que temen, en virtud del veneno dogmático que de niños les inyectaron, deberían reflexionar un poco, teniendo en cuenta todo lo que han leído en los pasados capítulos.

  Lo primero que tendrán que hacer será liberar su mente de toda atadura dogmática y rechazar positivamente las ideas que acerca del más allá les ha insuflado el cristianismo. Y tan importante como esto es limpiar su idea de Dios, que el cristianismo se ha dedicado a envenenar durante siglos inventándole toda suerte de calumnias. Mientras creamos en un Dios con ira, no podremos tener una idea optimista de esta vida, y menos aún de la otra.

  Eso que la mayoría de los hombres llama Dios y que empequeñece de mil maneras personalizándolo y «cosificándolo», tiene que ser infinitamente mejor de como nos dice la Iglesia. Esta se ha arrogado el derecho de ser su única conocedora y representante, y es hora de que le discutamos ese derecho, del que tanto ha abusado a lo largo del tiempo.

  A la luz de todo lo que hemos presentado en este libro, ¿con qué fuerza la Iglesia o la teología cristiana se atreven a hablar de nada, cuando sus obras les están negando capacidad moral para hacerlo? «Por sus frutos los conoceréis» y por sus frutos las hemos conocido.

  Es cierto que también tienen frutos buenos, al igual que un enfermo tiene muchas partes de su cuerpo sanas. Pero a la Iglesia, según la idea que ella nos da de sí misma, tenemos derecho a exigirle mucho más. Tenemos derecho a exigírselo todo, en cuanto a santidad y perfección, lo mismo que ella exigía total obediencia a sus enseñanzas y mandatos, basada en que eran mandatos y enseñanzas de Dios. ¿De quién son entonces los enormes defectos que vemos en la Iglesia? ¿Serán también de Dios? Lógicamente a Él tendríamos que achacárselos, y esta es una de las malas consecuencias de manipular tanto el nombre de Dios. No se puede usar, para imponer unas cosas, y esconderlo para no hacerlo responsable de otras.

  A quien no conozca la historia de la Iglesia, podrá parecerle que exageramos cuando hablamos de los malos frutos que ella ha producido en sus dos mil años de historia. Pero, tú lector, si después de las breves muestras que has leído todavía sigues pensando en la santidad y venerabilidad de la Iglesia como institución, y del cristianismo como cuerpo de doctrina, mereces seguir aprisionado en sus tentáculos, y lo primero que tendrás que hacer será aprender a indignarte.

  Yo no me indigno contra las personas, cuando estas, obrando de buena fe, mantienen principios en los que no creo; ni contra los que defendiendo posiciones ideológicas que aborrezco, son al igual que lo fui yo, víctimas de errores tradicionales. Pero sí me indigno contra la institución y le hago frente, cuando veo que quiere seguir perpetuando un error del que la mayoría de sus ministros aún no han caído en la cuenta.

  Me indigno cuando veo que quiere conservar sus viejos e injustos privilegios. Me indigno cuando la veo manipulando las conciencias de los débiles, tal como ha hecho por siglos, con el apoyo de los poderes públicos. Acuérdese el lector cuando, en páginas anteriores, la veíamos pedir ayuda al «brazo secular» para que le quemase a sus «herejes».

  Me indigno cuando la veo exigir «tiempos iguales» en los medios de comunicación del Estado, cuando ella no concedía ni un minuto a los que discrepaban, y hasta le decía al Estado a quiénes no debería permitir hablar. Y me indigno cuando la veo exigir cínicamente «libertad de enseñanza», como si la libertad de que ella goza ahora para intoxicar las mentes de los niños, no fuese muy superior a la que ella otorgó cuando tenía poder e influencia.

  Aunque parezca lo contrario, no tengo ningún resentimiento. Lo que tengo es una vieja sed de justicia que corre por las venas de miles de cristianos y excristianos a los que nunca se les ha permitido protestar de los abusos a que sus mentes y conciencias fueron sometidas. Lo que tengo es una enorme gana de gritar, en nombre de los cientos de miles de presos, de torturados y de muertos, víctimas de la intolerancia de los feroces discípulos de aquel pobre hombre que murió en la cruz. ¡Qué tortura más grande tiene que haber sido para muchos fervientes cristianos que se pudrieron en cárceles o que se abrasaron en las llamas, el no poder entender por qué los representantes de Cristo, a quien ellos amaban, se portaban de aquella manera con ellos! Seguramente, remedando a su jefe, muchos de ellos habrán repetido machaconamente en la soledad de su mazmorra o camino del cadalso: «¡Cristo! ¿Por qué me has desamparado?».

  Yo recurro otra vez a mi condición de sacerdote y con todo el ímpetu de mi alma me rebelo contra los falsos pastores que a lo largo de la historia veo «apacentándose a sí mismos» y regodeándose en sus necias pompas. Me rebelo contra sus injusticias, contra sus abusos de los débiles, contra su cinismo, contra su soberbia. Y me rebelo también contra su hueca e infantil teología que no sirve para nada, como no sea para entontecer la mente o para hacer fanáticos.

  La auténtica teología es la que se basa en el hombre, y está hecha por el hombre y dirigida al hombre, considerado este como criatura racional de Dios. Los teólogos, de tanto disparatar acerca de Dios, se han olvidado del hombre y lo han convertido en un guiñapo. Como su Dios es un Dios humanizado, han cometido la felonía de empequeñecer al hombre, para que su Dios luciese más grande y más fuerte. Pero el destripador de amorreos, del Pentateuco, no tiene compostura, por mucho que le echen cualidades y por mucho que acomplejen al hombre llamándole pecador por naturaleza y haciéndolo entrar en el mundo ya con un pecado a cuestas.

  Contra esta estúpida y mítica teología es contra lo que me rebelo y me dan una inmensa pena los ingenuos que siguen predicándola de buena fe. Los comprendo, porque yo estuve en el mismo error y tuve la misma buena fe muchos años. Pero creo que hoy es mi obligación decir estas cosas para ayudar a muchos a salir de su letargo.

  Sé de sobra que algunas personas amigas, leerán con terror estas líneas temiendo por mi eterna condenación. Las pobres no saben que es imposible condenarse cuando no hay infierno. Y me dan también pena las que con frecuencia me dicen: «¿Cómo es posible que siendo Ud. sacerdote diga semejantes cosas?». Pues las digo, y con una tranquilidad de conciencia y una alegría de espíritu muy superior a cuando tenía que hablar de las «verdades eternas» en los Ejercicios Espirituales de mi ex-Santo Padre Ignacio de Loyola.

  Hoy puedo decir con toda tranquilidad que, gracias a Dios, he perdido mi fe. Mi fe en las mogigaterías que me enseñaron acerca de Él, los pobrecitos que se limitaban a repetir las mogigaterías que a ellos les habían enseñado. Pero tengo fe en el Universo, en la naturaleza, en el amor, en la vida, y en los hombres y mujeres buenos. Y tengo también fe en mí mismo, a pesar de todos los complejos que los doctrinarios cristianos me han echado arriba, de que soy pecador; de que no puedo vivir en gracia sin una ayuda especial de Dios; de que tengo que hacer o creer esto o lo otro, porque si no, me condeno; de que la muerte es la consecuencia del pecado y de que este mundo es un valle de lágrimas. Pues bien, a pesar de todas estas pamplinas teológicas, sigo creyendo en mí y sigo pensando que «tengo derecho a estar donde estoy» sin que nadie haya de venir a regalarme salvaciones ni redenciones. Nunca me he vendido a nadie y por eso no necesito que nadie me redima.

  ¿Qué haremos, pues, con el mito cristiano? Dejarlo tranquilo, porque él se está muriendo solito. Se está muriendo a gran velocidad en las almas de los jóvenes, aunque todavía coletea en las de los adultos, porque ya no pueden vencer la vieja adicción que arrastran desde la infancia. Pero a lo que hay que estar muy atento es a que no vuelva a rebrotar. El mismo fanatismo que en nombre de Dios cortó cabezas y encendió hogueras, es capaz todavía en nuestros tiempos, por difícil que parezca, de volver a imponer censuras y obligar de nuevo a aprender el catecismo y a ir a misa. Los fanáticos creen que Dios está siempre de su parte y por eso nunca dudan y se atreven a cualquier disparate, incluso a quitar la vida. Porque Dios es dueño de la vida y ellos trabajan para Dios.

  Esa ha sido, en el fondo, la filosofía de todos los muchos atropellos contra los derechos de la gente, que la Santa Madre Iglesia ha cometido a lo largo de los siglos. Dios dueño de todo; ella representante de Dios; luego ella dueña de todo. Esta filosofía güelfa fue llevada hasta sus últimas consecuencias políticas por algunos papas. Pero hoy ya le pasó su tiempo, a no ser que seamos tan ingenuos que nos dejemos imponer de nuevo la santidad por obligación.

  Nos da pena el ver la lambisconería fingida con que muchos periodistas tratan a los dignatarios eclesiásticos y la lambisconería sincera con que lo hacen muchos hombres públicos. Tanto a unos como a otros les parece que les va a ir mal si no actúan así. Les parece que pierden puntos o ante sus jefes o ante los votantes. El mito sigue teniendo fuerza.

  Pero ya va siendo hora de decir claramente que a España su nacional-catolicismo le ha hecho más mal que bien. En los manuales patrioteros que estudiábamos en las escuelas en mi niñez —y ojalá no siga sucediendo lo mismo— España era el baluarte del catolicismo y el catolicismo era el alma de España. Un mito más con el que nos emponzoñaron el alma por un buen tiempo. Sin embargo, la descarnada verdad es que, por culpa del catolicismo, España perdió en buena parte el tren del progreso. Nuestro integrismo nos hizo tomar la religión con demasiado ahínco, y en ella gastamos lo mejor de nuestras energías. Si nuestro catolicismo no hubiese sido tan cerril, no nos hubiésemos enzarzado en aquella salvajada digna de la Edad Media que se llamó Alzamiento Nacional. De ninguna manera disculpo las quemas de conventos, etc., que le precedieron, pero tampoco se puede disculpar el abandono de todo tipo en que estaban aquellos fanáticos incendiarios, después de siglos de cristianos gobiernos de «orden y de ley».

  Los pueblos europeos que obligadamente han tenido que practicar la convivencia entre diversos credos, aprendieron antes que nosotros, aunque también a fuerza de mucha sangre en siglos pasados, las ventajas de la tolerancia. Nuestro «catolicismo monolítico» nos perjudicó porque nos hizo intolerantes; y así, con este grave defecto, entramos en el siglo XX. Para colmo de males, los cuarenta años franco-católicos, con su castración mental, nos dejaron a la retaguardia de las naciones evolucionadas. Hoy, triste es decirlo, en las bibliografías de los libros de avanzada, apenas si se puede ver algún apellido español.

  Pero lo curioso es que ni en teología descollamos. Nuestra fidelidad a la doctrina, nos ha hecho anclarnos en el Concilio de Trento y en el Syllabus. El «que inventen ellos», los teólogos lo han traducido: «que sean ellos los que modernicen la fe: ¡nosotros firmes!».

  Si las jerarquías eclesiásticas se hubiesen preocupado más de enseñar a leer a los pobres y de ayudarles a buscarse su sustento y les hubiesen dicho a los ricos y a los políticos cuáles eran sus graves obligaciones con su dinero y su poder, y por otra parte se hubiesen preocupado menos de colaborar con el «Movimiento», la Iglesia hubiese cumplido mejor lo que Cristo le dejó dicho en el evangelio. En los últimos cuarenta años los españoles han estado hambrientos de justicia, y la jerarquía lo único que les dio fue catecismo.

  Y a los que me digan que aquella no era misión de la Iglesia, les diré que tampoco era su misión el hacer guerras, ni quemar mujeres, ni construir palacios y sin embargo ha hecho las tres cosas en abundancia. Pero por otro lado les recordaré las palabras de su jefe: «Venid a mí… porque tuve hambre y me disteis de comer y tuve sed y me disteis de beber» (Mt. 25,35).

  ¡Cómo le pesan ya a la Iglesia sobre las espaldas, sus dos mil años de edad! ¡Cuánta ceguera, cuánta decrepitud, cuánta falta de elasticidad! ¡Y cuánto fariseísmo!

  Todo esto que estoy diciendo de la Iglesia católica, se le puede aplicar de la misma manera al cristianismo en general. Sus odios internos y sus divisiones milenarias dan al traste con toda su credibilidad. ¿Quién puede creer en una religión que predicando el amor no es capaz de hacer que sus propios creyentes se amen? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando la paz tiene su historia entretejida de guerras? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando el respeto a la persona humana, ha obligado a creer, y ha destruido docenas de culturas? Y ¿quién puede creer en una religión que después de decir «no matarás» tiene sus entrañas llenas de cadáveres?

  Al mito cristiano se le ven las orejas. Sus innegables paralelos con muchos otros mitos nos hicieron sospechar que los arquetipos seguidos por el cristianismo, eran los mismos que los seguidos por otras religiones. Pero cuando nos asomamos a su historia y nos encontramos con las mismas contradicciones, con los mismos errores y con las mismas barbaridades que vemos en las historias de los «reinos de este mundo», nos convencemos de que estamos ante algo totalmente humano, aunque sus seguidores y sus fundadores hayan pensado que es completamente divino.

  «Digitus Dei non est hic»: Aquí no hay nada de divino. Aquí hay muchos dedos, y muchas manos y muchas mentes humanas construyendo a lo largo de los siglos esta mastodóntica institución llamada Iglesia cristiana, que en este momento amenaza ruina por todas partes.

  ¿Merece la pena proclamar fidelidad a una institución así? Por otro lado, ¿merece la pena el tomarse el trabajo de abjurar de una fe mítica, basada en las fabulaciones de unos cuantos doctrinarios? Creo que ninguna de las dos cosas merece la pena.

  Lo que sí merece la pena es vivir racionalmente, pensando que este bello planeta en que habitamos, tan amenazado por banqueros, políticos, militares e industriales irresponsables, es nuestro hogar, susceptible de ser perfeccionado y convertido en un paraíso.

  Lo que sí merece la pena es vivir con optimismo, en buena armonía con todos y disfrutando de las muchas cosas buenas que pueden estar a nuestro alcance, si en vez de hacernos la guerra, trabajamos por mejorar nuestra vidas. Gozar no es pecado, contrariamente a la subconsciente filosofía trágica de la vida que el cristianismo nos ha infiltrado. Gozar de la vida es una obligación que todo ser racional tiene, o de lo contrario, no tendría razón de ser toda la cantidad de cosas bellas que en ella podemos encontrar. Que sufran los fanáticos masoquistas que se empeñan en seguir credos absurdos dictados por algún visionario demente o manipulado por sabe Dios quién.

  Digamos que no, a todos los mitos religiosos, por muy arropados de divinidad que se nos presenten. Digamos que no, específicamente, al mito cristiano que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos ha impedido progresar. Abramos nuestra mente al Universo, al bien, a la justicia, al amor y a la belleza. Esta tiene que ser en el futuro la única religión de los seres humanos realmente racionales.


SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    Desde los años 1970 se ha dedicado a la investigación en el campo de la parapsicología, en especial del fenómeno ovni, y su relación con el fenómeno religioso y con la historia humana, habiendo publicado diversos libros al respecto, y fundando el Instituto Mexicano de Estudios del Fenómeno Paranormal, del cual presidió el Primer Gran Congreso Internacional organizado por dicha institución.

  Exelente Artículo Camarada,  Dumster Diver.  
Yo he tendido la oportunidad de leer el libro   " Defendamosmos de lls Dioses ", de  este gran autor, y puedo decir que no tiene desperdicio. Lo Recomiendo a cualquiera que no este contento con la secta JW.

Grácias Plinio, es exelente libro, como ya dije antes en otro hilo, lo leí completo pero no es el tipo de libro que le recomendaria, a los foristas es un poco extraño, no dudo lo que dice y tampoco lo quiero comprobar, por cierto le di una ojeada a su otro libro: granja humana.
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#13

doctor no, soy maestro, bueno, solo curse cuatro de las 20 materias.

Doctor es un grado academico, el mas alto de reconocimiento entre pares universitarios.

maestria es un grado academico superior al de un licenciado, es decir, maestro de licenciados, aunque no ejerza como tal.

Licenciado o licencitura es un grado academico que licencia (permite) el libre ejercicio de una profesion, por ejemplo, abogacia o ingenieria.

MEDICO, es una profesion, el mas basico suele ser medicina general familiar partero y cirujano, hay especialidades de cirujia, medicina familiar y otras con grado de maestria, y existe el doctorado que es una especializacion como tal en una area, pro ejemplo, los cirujanos traumatologos o neurocirujanos...

esto, segun el esquema academico de Mexico.

Si Lucifer fue capaz de incitar una rebelión en el cielo, eso significa celos, envidia y violencia en el cielo pese a prometerte un paraíso perfecto
[Imagen: 312554928-8634900413188542-2070329703511938974-n.jpg]
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#14

(27 Aug, 2019, 12:58 PM)DumsterDiver escribió:  Tengo cuando, esto escribo, 63 años de edad; hace 33 años que fui ordenado sacerdote, y he cruzado el Atlántico 69 veces. Tanto camino recorrido, me da derecho para enjuiciar con algún peso esta cosa misteriosa que llamamos vida, y este fenómeno psicosocial que se llama religión.

  Mirando hoy retrospectivamente mi vida, me asombro de cómo pude haber estado tantos años —30 exactamente— en el seno de una Orden religiosa, admitiendo creencias que hoy me parecen totalmente increíbles, y practicando cosas que hoy me parecen absurdas. Y me pregunto ¿cómo es posible que estuviese tanto tiempo ciego?; ¿cómo es posible que mi mente estuviese tan drogada y que tragase tanto sin masticar? La contestación, de la que ya he hablado en otros lugares, está esbozada en las mismas preguntas: estaba endrogado y tragaba sin masticar. La educación primera que uno recibe (ideas, gustos, lenguaje, costumbres), buena o mala, se convierte en una droga que nos acompaña por toda la vida. Nos hacemos «adictos» a la tradición. A los esquimales les gusta la carne cruda de foca, los uruatis amazónicos devoran unos enormes y repugnantes gusanos negros y ciertos pueblos orientales se regodean con una salsa de pescado podrido. Se lo dieron a comer cuando aún no tenían uso de razón y veían cómo sus padres se relamían de gusto. Y se hicieron adictos.

  Por eso lector, si tienes hijos pequeños, no cometas el error, por seguir la tradición y por no buscarte problemas, de dejar que te los intoxique la sociedad con ciertos «usos» mentales o materiales, que ya están en franca decadencia y que luego les va a costar mucho trabajo liberarse de ellos. A mí me ha costado casi veinte años el sacudirme de la mente ciertos miedos y complejos que me tenían aprisionado.

  Lejos de mí el maldecir a los que me infiltraron en el alma tales creencias o costumbres. Ellos eran, a su vez, víctimas de lo mismo. Pero se fueron al otro mundo en épocas en que todavía se podía convivir con ellas, y por eso no sintieron el dolor mordiente de la duda, ni tuvieron que tomar drásticas resoluciones en sus vidas. En el más allá, en el que creo firmemente, verían nada más llegar, que todas sus ideas de aquello eran puras niñerías. Nosotros en ese particular, hemos evolucionado, y por eso comenzamos por afirmar que del más allá, apenas si sabemos que existe. Ellos creían a pies juntillas lo que la Iglesia ha dicho siempre; y la Iglesia ha dicho y sigue diciendo muchas tonterías con relación al más allá.

  Y vuelvo a mi pregunta anterior: ¿cómo es posible que haya podido estar tantos años creyendo cosas que hoy considero totalmente increíbles? Fue posible porque la religión no se piensa, la religión se siente. Eso dicen los fanáticos. Y desgraciadamente es verdad. Y por eso hay tantos fanáticos.

  En la historia de las religiones nos encontramos con mucha frecuencia con que los que pensaban con su cabeza eran sacados del medio violentamente. Pensar con la propia cabeza es un deporte peligroso en el seno de las religiones. Por eso nos decían en el catecismo que «doctores tiene la Santa Iglesia que lo sabrán responder». A lo largo de este libro hemos visto, en varias ocasiones, a hombres que iban a la hoguera invocando a Jesucristo, y los que encendían la hoguera eran precisamente los representantes oficiales de Jesucristo. Pero sus ideas religiosas eran algo diferentes y el choque de ambos fanatismos convertía en cenizas a uno de los discrepantes.

  ¡Qué funesto ha resultado a lo largo de los siglos el lema de los doctrinarios de todas las religiones!: «¡Cree! ¡No pienses!». A base de no pensar, hemos llegado a creer monstruosidades. Y lo malo es que muchos hombres y mujeres, a fuerza de no pensar, las siguen creyendo y se las siguen queriendo imponer a sus hijos.

  ¿Cómo es posible que yo haya estado tantos años comulgando con ruedas de molino? Otra de las causas que contribuyó a ello, fue lo que yo llamo «el miedo sacro». La Iglesia y sus doctrinarios, con el inconsciente deseo de manipular y subyugar las conciencias, nos han llenado el alma de miedos. Y el miedo, no solo no nos deja pensar, sino que nos impide rebelarnos cuando, por una razón u otra, descubrimos el error de nuestras creencias. El «más allá» del cristianismo —y los protestantes en esto son aún peor que los católicos— es aterrador. El infierno cristiano, que es solo fruto de mentes enfermizas, pende como una espada amenazadora encima de nuestras cabezas y nos impide tomar decisiones trascendentales. Si el miedo, según algunos, es lo que llevó al hombre a la religión, el miedo es lo que le impide zafarse de las garras de la religión. Creemos por miedo, y no dejamos de creer también por miedo. El miedo instintivo es una defensa natural en el niño, que lo libra de muchos peligros. Pero el miedo instintivo en un adulto es una vergüenza. Es una señal de que no ha evolucionado.

  Mi rebelión contra muchas de las creencias del cristianismo no fue repentina. Sucedió en mí lentamente lo que yo pretendo hacer de una manera rápida con este libro. En él le presento al lector una vista panorámica de la dogmática del cristianismo, y otra de su historia, y trato de hacer que contraste ambas visiones. De un lado lo que la Iglesia dice y predica, y de otro lo que han sido en la realidad todas estas teorías; y de una manera particular me he fijado en cómo las han llevado a la práctica los que se supone que deberían haber sido ejemplo para todos los cristianos. Además he contrastado las creencias cristianas con las de otras religiones más antiguas para que el lector sacase sus consecuencias.

  Yo no tuve tanta suerte. A mí no me dieron visiones totales de la historia de la Iglesia, sino que únicamente me presentaban, ya prejuiciados, los aspectos positivos de ella; y cuando necesariamente aparecía alguno negativo, ya venía con la solución y la explicación aparejada.

  Es cierto que cuando estudié la dogmática cristiana, debí haber tenido un espíritu más crítico y haber descubierto mucho antes toda la vaciedad de tantas doctrinas sin sentido. Pero, como ya he dicho, mi sentimiento estaba endrogado: era mi Iglesia y era la religión de mis padres; yo no tenía derecho a cuestionarla y por eso ni se me ocurría hacerlo. Mi mente la aplicaba, no a analizar el alimento que le daban a mi espíritu, sino a prepararme para transmitirlo yo a otros de la mejor manera posible. Por eso estuve tanto tiempo comulgando con ruedas de molino.

  Mi rebelión sucedió paulatinamente, porque yo comencé a enjuiciar no la historia total de la Iglesia, sino el pequeño entorno eclesiástico en que me movía, y a contrastarlo con lo que se me había enseñado, en cuanto al amor del prójimo, a la práctica real del desprendimiento de las cosas de este mundo, a la humildad, la castidad, la justicia, la pobreza, etc. Y vi que la teoría de los jerarcas andaba por un lado, pero las obras andaban por otro.

  Y finalmente me pasó lo que le va a pasar a la torre de Pisa: que lleva varios siglos cayéndose, hasta que en un mes se va a inclinar tanto como en cien años y en un solo segundo se va a ira tierra. Las ideas fueron acelerándose dentro de mí, hasta que en un momento sentí que algo que hacía tiempo crujía en mi alma, se derrumbaba estrepitosamente.

  Sin tener visiones —Dios me libre de ellas—, ni oír voces, ni sentir ninguna iluminación interna, mi mente comenzó a ver claro, hasta que lo vi todo con una claridad meridiana. La falsedad de las religiones paganas me ayudó a ver claramente la falsedad de la mía. Lo absurdo de sus creencias se identificó con la absurdez de las mías. Y por otro lado, los valores profundos e innegables que también encierra el cristianismo, me ayudaron a comprender todo lo que hay de santo y de respetable en las creencias paganas de otros pueblos.

  Algún buen teólogo ha dicho que el cristianismo no es un humanismo. Esa es la desgracia del cristianismo: que se ha deshumanizado. Ojalá el cristianismo se hubiera olvidado un poco de sus teorías dogmáticas y no hubiese perdido el tiempo discutiendo sobre los futuros contingentes y otros alambicamientos por el estilo; ojalá que hubiese comprendido el sentido de la frase repetida por Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificios», que podría traducirse: «menos teorías y más obras», «menos definiciones dogmáticas y más amor al prójimo», «menos hogueras y más tolerancia», «menos maridaje con los grandes de este mundo y más preocupación por los problemas del pueblo».

  Perdóname lector si he entrado en este capítulo final con un tono demasiado autobiográfico. Pero siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna, y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a mis creencias.

  Yo sé que mientras se es joven y sobre todo cuando se tiene buena salud, el problema del más allá es algo que suena como una tormenta lejana cuando se está a buen cobijo. Y más en estos tiempos, cuando el desprestigio de la religión ha alcanzado entre los jóvenes sus niveles más altos. Pero de otra parte, también es cierto que a medida que pasan los años, sobre todo en aquellas personas que fueron contagiadas con el virus religioso en su infancia, la preocupación hacia el más allá aumenta, llegando a convertirse en una fuente de pesadumbre en las vidas de muchos. A esta gente es a la que quisiera dirigirme especialmente.

  Los que no tengan preocupación alguna acerca del más allá, o hayan encontrado algún tinglado mental para explicarse el misterio de la vida, ¡adelante!, porque su explicación no es menos válida que las retorcidas, insensatas y plúmbeas explicaciones que dan los teólogos de todas las religiones. La única gran verdad es que de lo que pasa tras esta vida nadie sabe nada. Y los que dogmatizan sobre ello, sea hablando del cielo, del infierno, de la nada o de la reencarnación, no hacen más que fabular, o repetir como loros lo que les dijo su gurú, que a su vez repetía lo que le dijo el suyo.

  Pero los que temen, en virtud del veneno dogmático que de niños les inyectaron, deberían reflexionar un poco, teniendo en cuenta todo lo que han leído en los pasados capítulos.

  Lo primero que tendrán que hacer será liberar su mente de toda atadura dogmática y rechazar positivamente las ideas que acerca del más allá les ha insuflado el cristianismo. Y tan importante como esto es limpiar su idea de Dios, que el cristianismo se ha dedicado a envenenar durante siglos inventándole toda suerte de calumnias. Mientras creamos en un Dios con ira, no podremos tener una idea optimista de esta vida, y menos aún de la otra.

  Eso que la mayoría de los hombres llama Dios y que empequeñece de mil maneras personalizándolo y «cosificándolo», tiene que ser infinitamente mejor de como nos dice la Iglesia. Esta se ha arrogado el derecho de ser su única conocedora y representante, y es hora de que le discutamos ese derecho, del que tanto ha abusado a lo largo del tiempo.

  A la luz de todo lo que hemos presentado en este libro, ¿con qué fuerza la Iglesia o la teología cristiana se atreven a hablar de nada, cuando sus obras les están negando capacidad moral para hacerlo? «Por sus frutos los conoceréis» y por sus frutos las hemos conocido.

  Es cierto que también tienen frutos buenos, al igual que un enfermo tiene muchas partes de su cuerpo sanas. Pero a la Iglesia, según la idea que ella nos da de sí misma, tenemos derecho a exigirle mucho más. Tenemos derecho a exigírselo todo, en cuanto a santidad y perfección, lo mismo que ella exigía total obediencia a sus enseñanzas y mandatos, basada en que eran mandatos y enseñanzas de Dios. ¿De quién son entonces los enormes defectos que vemos en la Iglesia? ¿Serán también de Dios? Lógicamente a Él tendríamos que achacárselos, y esta es una de las malas consecuencias de manipular tanto el nombre de Dios. No se puede usar, para imponer unas cosas, y esconderlo para no hacerlo responsable de otras.

  A quien no conozca la historia de la Iglesia, podrá parecerle que exageramos cuando hablamos de los malos frutos que ella ha producido en sus dos mil años de historia. Pero, tú lector, si después de las breves muestras que has leído todavía sigues pensando en la santidad y venerabilidad de la Iglesia como institución, y del cristianismo como cuerpo de doctrina, mereces seguir aprisionado en sus tentáculos, y lo primero que tendrás que hacer será aprender a indignarte.

  Yo no me indigno contra las personas, cuando estas, obrando de buena fe, mantienen principios en los que no creo; ni contra los que defendiendo posiciones ideológicas que aborrezco, son al igual que lo fui yo, víctimas de errores tradicionales. Pero sí me indigno contra la institución y le hago frente, cuando veo que quiere seguir perpetuando un error del que la mayoría de sus ministros aún no han caído en la cuenta.

  Me indigno cuando veo que quiere conservar sus viejos e injustos privilegios. Me indigno cuando la veo manipulando las conciencias de los débiles, tal como ha hecho por siglos, con el apoyo de los poderes públicos. Acuérdese el lector cuando, en páginas anteriores, la veíamos pedir ayuda al «brazo secular» para que le quemase a sus «herejes».

  Me indigno cuando la veo exigir «tiempos iguales» en los medios de comunicación del Estado, cuando ella no concedía ni un minuto a los que discrepaban, y hasta le decía al Estado a quiénes no debería permitir hablar. Y me indigno cuando la veo exigir cínicamente «libertad de enseñanza», como si la libertad de que ella goza ahora para intoxicar las mentes de los niños, no fuese muy superior a la que ella otorgó cuando tenía poder e influencia.

  Aunque parezca lo contrario, no tengo ningún resentimiento. Lo que tengo es una vieja sed de justicia que corre por las venas de miles de cristianos y excristianos a los que nunca se les ha permitido protestar de los abusos a que sus mentes y conciencias fueron sometidas. Lo que tengo es una enorme gana de gritar, en nombre de los cientos de miles de presos, de torturados y de muertos, víctimas de la intolerancia de los feroces discípulos de aquel pobre hombre que murió en la cruz. ¡Qué tortura más grande tiene que haber sido para muchos fervientes cristianos que se pudrieron en cárceles o que se abrasaron en las llamas, el no poder entender por qué los representantes de Cristo, a quien ellos amaban, se portaban de aquella manera con ellos! Seguramente, remedando a su jefe, muchos de ellos habrán repetido machaconamente en la soledad de su mazmorra o camino del cadalso: «¡Cristo! ¿Por qué me has desamparado?».

  Yo recurro otra vez a mi condición de sacerdote y con todo el ímpetu de mi alma me rebelo contra los falsos pastores que a lo largo de la historia veo «apacentándose a sí mismos» y regodeándose en sus necias pompas. Me rebelo contra sus injusticias, contra sus abusos de los débiles, contra su cinismo, contra su soberbia. Y me rebelo también contra su hueca e infantil teología que no sirve para nada, como no sea para entontecer la mente o para hacer fanáticos.

  La auténtica teología es la que se basa en el hombre, y está hecha por el hombre y dirigida al hombre, considerado este como criatura racional de Dios. Los teólogos, de tanto disparatar acerca de Dios, se han olvidado del hombre y lo han convertido en un guiñapo. Como su Dios es un Dios humanizado, han cometido la felonía de empequeñecer al hombre, para que su Dios luciese más grande y más fuerte. Pero el destripador de amorreos, del Pentateuco, no tiene compostura, por mucho que le echen cualidades y por mucho que acomplejen al hombre llamándole pecador por naturaleza y haciéndolo entrar en el mundo ya con un pecado a cuestas.

  Contra esta estúpida y mítica teología es contra lo que me rebelo y me dan una inmensa pena los ingenuos que siguen predicándola de buena fe. Los comprendo, porque yo estuve en el mismo error y tuve la misma buena fe muchos años. Pero creo que hoy es mi obligación decir estas cosas para ayudar a muchos a salir de su letargo.

  Sé de sobra que algunas personas amigas, leerán con terror estas líneas temiendo por mi eterna condenación. Las pobres no saben que es imposible condenarse cuando no hay infierno. Y me dan también pena las que con frecuencia me dicen: «¿Cómo es posible que siendo Ud. sacerdote diga semejantes cosas?». Pues las digo, y con una tranquilidad de conciencia y una alegría de espíritu muy superior a cuando tenía que hablar de las «verdades eternas» en los Ejercicios Espirituales de mi ex-Santo Padre Ignacio de Loyola.

  Hoy puedo decir con toda tranquilidad que, gracias a Dios, he perdido mi fe. Mi fe en las mogigaterías que me enseñaron acerca de Él, los pobrecitos que se limitaban a repetir las mogigaterías que a ellos les habían enseñado. Pero tengo fe en el Universo, en la naturaleza, en el amor, en la vida, y en los hombres y mujeres buenos. Y tengo también fe en mí mismo, a pesar de todos los complejos que los doctrinarios cristianos me han echado arriba, de que soy pecador; de que no puedo vivir en gracia sin una ayuda especial de Dios; de que tengo que hacer o creer esto o lo otro, porque si no, me condeno; de que la muerte es la consecuencia del pecado y de que este mundo es un valle de lágrimas. Pues bien, a pesar de todas estas pamplinas teológicas, sigo creyendo en mí y sigo pensando que «tengo derecho a estar donde estoy» sin que nadie haya de venir a regalarme salvaciones ni redenciones. Nunca me he vendido a nadie y por eso no necesito que nadie me redima.

  ¿Qué haremos, pues, con el mito cristiano? Dejarlo tranquilo, porque él se está muriendo solito. Se está muriendo a gran velocidad en las almas de los jóvenes, aunque todavía coletea en las de los adultos, porque ya no pueden vencer la vieja adicción que arrastran desde la infancia. Pero a lo que hay que estar muy atento es a que no vuelva a rebrotar. El mismo fanatismo que en nombre de Dios cortó cabezas y encendió hogueras, es capaz todavía en nuestros tiempos, por difícil que parezca, de volver a imponer censuras y obligar de nuevo a aprender el catecismo y a ir a misa. Los fanáticos creen que Dios está siempre de su parte y por eso nunca dudan y se atreven a cualquier disparate, incluso a quitar la vida. Porque Dios es dueño de la vida y ellos trabajan para Dios.

  Esa ha sido, en el fondo, la filosofía de todos los muchos atropellos contra los derechos de la gente, que la Santa Madre Iglesia ha cometido a lo largo de los siglos. Dios dueño de todo; ella representante de Dios; luego ella dueña de todo. Esta filosofía güelfa fue llevada hasta sus últimas consecuencias políticas por algunos papas. Pero hoy ya le pasó su tiempo, a no ser que seamos tan ingenuos que nos dejemos imponer de nuevo la santidad por obligación.

  Nos da pena el ver la lambisconería fingida con que muchos periodistas tratan a los dignatarios eclesiásticos y la lambisconería sincera con que lo hacen muchos hombres públicos. Tanto a unos como a otros les parece que les va a ir mal si no actúan así. Les parece que pierden puntos o ante sus jefes o ante los votantes. El mito sigue teniendo fuerza.

  Pero ya va siendo hora de decir claramente que a España su nacional-catolicismo le ha hecho más mal que bien. En los manuales patrioteros que estudiábamos en las escuelas en mi niñez —y ojalá no siga sucediendo lo mismo— España era el baluarte del catolicismo y el catolicismo era el alma de España. Un mito más con el que nos emponzoñaron el alma por un buen tiempo. Sin embargo, la descarnada verdad es que, por culpa del catolicismo, España perdió en buena parte el tren del progreso. Nuestro integrismo nos hizo tomar la religión con demasiado ahínco, y en ella gastamos lo mejor de nuestras energías. Si nuestro catolicismo no hubiese sido tan cerril, no nos hubiésemos enzarzado en aquella salvajada digna de la Edad Media que se llamó Alzamiento Nacional. De ninguna manera disculpo las quemas de conventos, etc., que le precedieron, pero tampoco se puede disculpar el abandono de todo tipo en que estaban aquellos fanáticos incendiarios, después de siglos de cristianos gobiernos de «orden y de ley».

  Los pueblos europeos que obligadamente han tenido que practicar la convivencia entre diversos credos, aprendieron antes que nosotros, aunque también a fuerza de mucha sangre en siglos pasados, las ventajas de la tolerancia. Nuestro «catolicismo monolítico» nos perjudicó porque nos hizo intolerantes; y así, con este grave defecto, entramos en el siglo XX. Para colmo de males, los cuarenta años franco-católicos, con su castración mental, nos dejaron a la retaguardia de las naciones evolucionadas. Hoy, triste es decirlo, en las bibliografías de los libros de avanzada, apenas si se puede ver algún apellido español.

  Pero lo curioso es que ni en teología descollamos. Nuestra fidelidad a la doctrina, nos ha hecho anclarnos en el Concilio de Trento y en el Syllabus. El «que inventen ellos», los teólogos lo han traducido: «que sean ellos los que modernicen la fe: ¡nosotros firmes!».

  Si las jerarquías eclesiásticas se hubiesen preocupado más de enseñar a leer a los pobres y de ayudarles a buscarse su sustento y les hubiesen dicho a los ricos y a los políticos cuáles eran sus graves obligaciones con su dinero y su poder, y por otra parte se hubiesen preocupado menos de colaborar con el «Movimiento», la Iglesia hubiese cumplido mejor lo que Cristo le dejó dicho en el evangelio. En los últimos cuarenta años los españoles han estado hambrientos de justicia, y la jerarquía lo único que les dio fue catecismo.

  Y a los que me digan que aquella no era misión de la Iglesia, les diré que tampoco era su misión el hacer guerras, ni quemar mujeres, ni construir palacios y sin embargo ha hecho las tres cosas en abundancia. Pero por otro lado les recordaré las palabras de su jefe: «Venid a mí… porque tuve hambre y me disteis de comer y tuve sed y me disteis de beber» (Mt. 25,35).

  ¡Cómo le pesan ya a la Iglesia sobre las espaldas, sus dos mil años de edad! ¡Cuánta ceguera, cuánta decrepitud, cuánta falta de elasticidad! ¡Y cuánto fariseísmo!

  Todo esto que estoy diciendo de la Iglesia católica, se le puede aplicar de la misma manera al cristianismo en general. Sus odios internos y sus divisiones milenarias dan al traste con toda su credibilidad. ¿Quién puede creer en una religión que predicando el amor no es capaz de hacer que sus propios creyentes se amen? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando la paz tiene su historia entretejida de guerras? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando el respeto a la persona humana, ha obligado a creer, y ha destruido docenas de culturas? Y ¿quién puede creer en una religión que después de decir «no matarás» tiene sus entrañas llenas de cadáveres?

  Al mito cristiano se le ven las orejas. Sus innegables paralelos con muchos otros mitos nos hicieron sospechar que los arquetipos seguidos por el cristianismo, eran los mismos que los seguidos por otras religiones. Pero cuando nos asomamos a su historia y nos encontramos con las mismas contradicciones, con los mismos errores y con las mismas barbaridades que vemos en las historias de los «reinos de este mundo», nos convencemos de que estamos ante algo totalmente humano, aunque sus seguidores y sus fundadores hayan pensado que es completamente divino.

  «Digitus Dei non est hic»: Aquí no hay nada de divino. Aquí hay muchos dedos, y muchas manos y muchas mentes humanas construyendo a lo largo de los siglos esta mastodóntica institución llamada Iglesia cristiana, que en este momento amenaza ruina por todas partes.

  ¿Merece la pena proclamar fidelidad a una institución así? Por otro lado, ¿merece la pena el tomarse el trabajo de abjurar de una fe mítica, basada en las fabulaciones de unos cuantos doctrinarios? Creo que ninguna de las dos cosas merece la pena.

  Lo que sí merece la pena es vivir racionalmente, pensando que este bello planeta en que habitamos, tan amenazado por banqueros, políticos, militares e industriales irresponsables, es nuestro hogar, susceptible de ser perfeccionado y convertido en un paraíso.

  Lo que sí merece la pena es vivir con optimismo, en buena armonía con todos y disfrutando de las muchas cosas buenas que pueden estar a nuestro alcance, si en vez de hacernos la guerra, trabajamos por mejorar nuestra vidas. Gozar no es pecado, contrariamente a la subconsciente filosofía trágica de la vida que el cristianismo nos ha infiltrado. Gozar de la vida es una obligación que todo ser racional tiene, o de lo contrario, no tendría razón de ser toda la cantidad de cosas bellas que en ella podemos encontrar. Que sufran los fanáticos masoquistas que se empeñan en seguir credos absurdos dictados por algún visionario demente o manipulado por sabe Dios quién.

  Digamos que no, a todos los mitos religiosos, por muy arropados de divinidad que se nos presenten. Digamos que no, específicamente, al mito cristiano que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos ha impedido progresar. Abramos nuestra mente al Universo, al bien, a la justicia, al amor y a la belleza. Esta tiene que ser en el futuro la única religión de los seres humanos realmente racionales.


SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    SALVADOR FREIXEDO nació en Carballino (Orense, España), en 1923, en el seno de una familia profundamente religiosa (su hermano era jesuita y su hermana era monja), a los cinco años su familia se traslada a Ourense, y es aquí donde comenzaron sus primeros estudios, haciendo párvulos en las monjas de San Vicente Paúl y bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo. A los 16 años ingresa en la Orden de los Jesuitas siendo ordenado sacerdote en 1953, en Santander (España), perteneciendo a dicha orden treinta años. Comenzó a residir en diversos países de América desde 1947 ejerciendo sus labores como jesuita, enseñando Historia de la Iglesia en el Seminario Interdiocesano de Santo Domingo (República Dominicana), y fundando el Movimiento de la Juventud Obrera Cristiana en San Juan de Puerto Rico siendo viceasesor nacional del mismo en La Habana (Cuba).

    Cursó estudios de humanidades en Salamanca, de filosofía en la Universidad de Comillas (Santander, España), de teología en el Alma College de San Francisco (California), de ascética en el Mont Laurier (Quebec, Canadá), de psicología en la Universidad de Los Angeles (California) y en la Universidad de Fordham de Nueva York.

    Desde la década de 1950 su posición crítica con las posturas de la Iglesia católica y la publicación de algunos libros le condujeron a la cárcel y a la expulsión de países como Cuba y Venezuela, así como a su exclusión de la Orden de los Jesuitas en 1969.

    Desde los años 1970 se ha dedicado a la investigación en el campo de la parapsicología, en especial del fenómeno ovni, y su relación con el fenómeno religioso y con la historia humana, habiendo publicado diversos libros al respecto, y fundando el Instituto Mexicano de Estudios del Fenómeno Paranormal, del cual presidió el Primer Gran Congreso Internacional organizado por dicha institución.
Me gusto mucho este artículo que colgaste, gracias y saludos.
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#15

Voy por la mitad del libro, y aunque hay algunas cosas muy interesantes para quienes quieran investigar sobre las tantas similitudes de las historias bíblicas con relatos más antiguos de otras culturas, también hay que decir que es un libro que pierde toda seriedad al hacer afirmaciones categóricas sobre asuntos sobre los que no hay certeza o directamente se han desechado como charlatanería. Puede ser complicado separar el trigo entre tanta paja.

Algunas partes sobre las que soy totalmente escéptico.

«En 1974 el Dr. Carl Johansson estudió en el N. E. de Etiopía un cráneo humano enterrado en lava, de unos 4 millones de años. En 1975 en Nuevo México (estudiados por el Dr. Stanley Rhine) se encontraron huesos de 40 millones de años. El mismo año aparecieron en Kenton (Oklahoma) y Wisconsin huesos humanos de la misma edad (Era Mesozoica).

En la Academia de Minería de Freiburg hay un cráneo encontrado en medio de un, estrato carbonífero (más de 200 millones de años).

En 1971 en el estado de Utah, Lin Ottinger descubre muchos huesos de más de cien millones de años. Están siendo todavía estudiados por los Drs. Lee Stokes y J. P. Marwitt de la Universidad de Utah.

A finales del siglo pasado y principios de este ya se habían descubierto en varios sitios de Europa restos parecidos: En los Dardanelos, huesos de alrededor de cien millones de años.

En Castenedolo, Italia, en 1860 el Prof. Ragazzoni del Instituto Técnico de Brescia estudió un cráneo de unos diez millones de años.

En el pueblo de Olmo (Arezzo, Italia) estudió otro cráneo de unos diez millones.

En 1883 el Prof. Sergi estudió los restos de dos niños, una mujer y un hombre que aparecieron también en Castenedolo y atestiguó que pertenecían al Plioceno.

No quiero extender mucho esta nota, pero le diré al lector que además de huesos hay una enorme cantidad de huellas de los mismos períodos; algunas de ellas al lado de las huellas de dinosaurios (en el rio Paluxi, Texas); hay una huella de un zapato en Nevada (descubierta en 1972) del Triásico (unos 80 millones de años); y también en Nevada hay otra huella de zapato de la misma edad, que tras haber sido estudiada al microscopio se comprobó que la suela era de cuero; se podían ver claramente las costuras —algunas de las cuales eran dobles— y hasta se podía distinguir la torcedura del hilo que usaron para coser, que era más delgado que el que hoy se usa en la confección de zapatos.

Aparte de esto, hay una gran cantidad de restos de razas gigantes. En Sonora (México) se descubrió un cementerio entero de hombres de casi tres metros de altura. Aunque parezca increíble hay varios huesos de hombres y mujeres que pasaban de los diez metros de estatura, y en Winslow (Anzona) hay un enorme cráneo que cuando fue desenterrado poseía el curioso detalle de tener un diente de oro. Probablemente el cráneo humano más antiguo que existe, es el encontrado en California en 1866 en una mina de oro, al que se le han calculado entre 40 y 50 millones de años. Tiene una capacidad craneal igual a la nuestra. Y para los que todavía tengan duda, hay todo un estadio para gigantes construido en piedra en lo alto de los Andes, al norte de Chile en un lugar llamado Enladrillado. Los espectadores que usaban aquellas graderías de piedra, medían alrededor de 4 metros de altura».


[...]


Al decir que Abraham era contemporáneo nuestro, estoy afirmando algo de lo que hoy ya no se puede tener duda alguna, si se es honesto con los hallazgos que en gran cantidad van saliendo a la luz pública en los últimos tiempos, cuando todavía la ciencia oficial está pasmándose ante los dos millones de años de antigüedad de los restos humanos que Leaki ha encontrado en el corte de Olduvai en África, ya hace tiempo que la ciencia «marginal y heterodoxa» sabe que el hombre es muchos millones de años más viejo que eso. Hoy por hoy, el resto humano indiscutible más antiguo que se conoce es la huella pétrea de un zapato (terminada en punta y con tacón perfectamente reconocible) que está aplastando un trilobites. El trilobites es un crustáceo cámbrico cuya edad puede remontarse hasta los 600 millones de años y que desapareció hace unos 400 millones de años. Naturalmente esto es un auténtico pecado mortal para la ciencia oficial, pero la huella descubierta, en 1968 en Antelop Springs (Utah, EE.UU), sigue siendo estudiada por todo un grupo de científicos sin que los entendidos tengan explicación para ella. Y en este caso no solo tenemos el dato de la roca en que está incrustada la huella del zapato —bien corroborado por el geólogo Dr. Clifford Burdick de la Universidad de Tucson (Arizona) entre otros—, sino que tenemos el importantísimo dato extra del trilobites para reforzar el dictamen de los geólogos.

Como tantas veces he dicho, si solo tuviésemos este dato y unos cuantos más, habría que pensarlo bien antes de decidirse a admitir teorías tan revolucionarias; pero cada día los hallazgos de este tipo son más numerosos debido sobre todo a las excavadoras mecánicas que mueven grandes masas de tierra desenterrando cosas que de otro modo quedarían por siempre enterradas y debido a la dinamita que del corazón de algunas canteras de rocas del secundario y hasta del primario está sacando a la luz restos humanos y objetos fabricados por el hombre que tienen muchos millones de años. Tal es el caso del objeto semejante a una bujía del automóvil que fue descubierto en Olancha, California, y que según los expertos es cientos de miles de años viejo: y no cientos de miles sino millones es lo que se le atribuye a un florero de plata y zinc que fue hallado embebido en la roca; a un famoso cubo de acero, al anillo encontrado por un ama de casa de Chicago cuando rompió un pedazo de carbón para la cocina, a un collar de oro encontrado en las mismas condiciones, a una pequeña vasija de hierro encontrada también dentro de un gran pedazo de carbón el año 1912 por dos empleados de la planta eléctrica municipal del pueblo de Thomas en el estado de Oklahoma, etc.

Y en cuanto a huellas humanas, si no tan antiguas como la citada más arriba, haremos mención de las que en 1930 se encontraron en Kentucky Hills (EE.UU), estudiadas por el Dr. Burroughs, jefe del Departamento de Geología del Berea College; diez huellas completas y parte de otras, pertenecientes al carbonífero (Era paleozoica; alrededor de 250 millones de años); las que en el siglo XIX se encontraron en las orillas del río Mississippi, pertenecientes por lo menos al secundario; el maxilar encontrado en 1958 por el Dr. Huerzeler de Basilea en un estrato del Mioceno (unos 10 millones de años); etc.

Todo este interesantísimo tema de la antigüedad del hombre sobre la superficie de la Tierra y de las diversas civilizaciones separadas unas de otras por enormes cataclismos, sucedidos a lo largo de los millones de años que componen la anteprehistoria de humanidad, es fascinante, y de una enorme trascendencia para el tema que estamos tratando, pero desgraciadamente no podemos profundizar en él porque nos apartaría mucho de nuestra meta final. Le recomiendo al lector que haga alguna incursión en este campo (leyendo, por ejemplo, autores como Jacqués Bergier o Brad Steiger) y tendrá ocasión de cotejar ciertas realidades insospechadas, con las infantilidades comúnmente admitidas, provenientes tanto del campo religioso como del científico.


[...]


En la actualidad, a juzgar por los millones de seguidores, existe en la India uno de estos avataras llamado Satya Sai Baba. No discutiré aquí sus méritos para ser o no ser tenido por un auténtico avatara, pero de lo que no puedo dudar es de sus asombrosos poderes, desde hacer aparecer repentinarnente en su mano un collar de diamantes hasta curar con un solo gesto de su mano a enfermos «incurables».

Pero dejando a un lado la falta de originalidad de la doctrina de la encarnación, y fijándonos en el hecho en sí, no tenemos más remedio que decir que hace falta una simplicidad de mente muy grande para admitir semejante cosa. Y la primera pregunta que nos viene a la mente es si esta encarnación ha tenido lugar únicamente en nuestro planeta o también se ha realizado en algunos o en muchos de los otros mundos que sin duda alguna están habitados por seres racionales en todo el Universo.

Los teólogos cristianos no han tratado mucho el tema, —que indudablemente es bastante espinoso para ellos— pero los pocos que lo han hecho, nos han dicho, haciéndose eco de algún versículo de San Pablo, que «la redención de Cristo es válida para todo el Universo». Con ello implícitamente nos están diciendo que Dios solo se ha encarnado en nuestro planeta. Y esto, aun desde un punto de vista exclusivamente matemático, es absolutamente inadmisible. Convertir a la Tierra en el centro del Universo, además de infantil es algo contra lo que se rebelan las matemáticas. La Tierra no es centro de nada y por cálculo de probabilidad, dado el casi infinito número de astros y el enorme número de mundos poblados que hay en el Cosmos, es imposible que nosotros seamos el centro de nada. Sería como una lotería de billones de números en la que a nosotros nos hubiese tocado a la primera, el primer premio. Porque hacer que Dios se encarnase únicamente aquí, sería como un primer premio. Y ante esta posibilidad de «suerte», las matemáticas se alzan con su fría e infalible voz: ¿probabilidad? = cero.


[...]


Y aunque admitiésemos que el pecado de Adán se había transmitido a su descendencia, hoy toda esa doctrina sería de todas maneras absurda ante el hecho seguro del múltiple origen de las razas humanas. Tendríamos que admitir que cada una de las «parejas originales» cometió un «pecado original», y entonces comenzaríamos a pensar mal de Dios como creador, ante el hecho de no haber sido capaz de crear una sola pareja decente. O tendríamos que pensar que parte de la humanidad está contaminada con dicho pecado, y parte no. Y como hoy día todas las razas están mezcladas, habría que empezar a calcular en qué tanto por ciento está inficionado un individuo.


[...]


Y antes de terminar este capítulo, le explicaré al lector mi paradójica postura en todo este asunto de la concepción virginal. Contra lo que se pudiera esperar, no tengo inconveniente en admitir como real la concepción virginal de María, al igual que no la tengo para admitir la de algunos personajes de la historia. Comprendo perfectamente a aquellos que no la admitan, basados únicamente en el sentido común. Yo tampoco la admitiría en la actualidad, si no conociese, y muy de cerca, hechos similares. El haberme interesado por años en el mundo paranormal me ha llevado a la convicción de que debemos borrar del diccionario la palabra «imposible». Yo he visto con mis ojos muchas cosas «imposibles».

—En cuanto a algo del mundo paranormal que se relacione con concepciones virginales, tengo que confesarle al lector que creo en los íncubos y en los súcubos de que nos hablan los autores antiguos y de la Edad Media[7]. Conozco a víctimas de tales contactos. No solo eso, sino que también creo en la posibilidad de contactos sexuales entre espíritus de muertos y seres vivientes; también conozco personalmente casos. Me doy perfecta cuenta de que escribir tales cosas es poner en entredicho mi credibilidad y darles armas a los que ya de antes piensan que deliro. Pero no sería valiente ni honrado, si por miedo me lo callase. Son conocimientos a los que me ha costado mucho trabajo y muchos años llegar, y me siento obligado a comunicárselos a mis lectores, que son gente madura y perfectamente libres para admitirlos o rechazarlos.

En nuestros días, los llamados «extraterrestres» —sin que necesariamente lo sean— están haciendo lo mismo que antaño hacían los «hijos de Dios», tal como leemos en la Biblia; y lo mismo que en la Edad Media hacían los íncubos: les encanta «unirse con las hijas de los hombres[8]».

Los mitos se rejuvenecen. Porque, tal como dijimos al principio del libro, mito no es más que un viejísimo hecho real, que ha llegado a nosotros completamente distorsionado por la mente humana y por el paso del tiempo.

Ciertas vírgenes —y también mujeres casadas— siguen siendo visitadas por extraños personajes cuya existencia desconoce la ciencia, pero que, como antaño, siguen poseyendo la capacidad de aparecer y desaparecer a voluntad, teniendo siempre en vilo y en duda el alma de los humanos. Estos seres —auténticos «ángeles» o «demonios» para nosotros— pueden con facilidad hacer que «una virgen conciba». Pero sus motivaciones y sus últimos designios, siguen hoy siendo tan confusos y misteriosos como lo eran en tiempos antiguos. A quien quiera profundizar más en esta extrañísima temática le recomendamos la lectura del libro Defendámonos de los dioses.

Ubi dubium ibi libertas (Donde hay dudas hay libertad)
"La verdad nunca teme ser examinada, la mentira sí."
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